El Mundo / Yo Dona (España), Silvia Nieto, 27.05.2023

VERSIÓN PDF: http://bitly.ws/GeWq

«Donde tú has estado, Montse, es en una secta».Esta frase del psicólogo Miguel Perlado marca un antes y un después en la vida de la protagonista de esta historia, una barcelonesa de 58 años, esteticién de profesión, separada, madre de un hijo preadolescente y durante tres años miembro de un grupo de personas que convivían en un chalet de un pueblo de Gerona, liderado por una mujer, a la que llamaremos Amparo M., que la sometió a una constante mani­pulación y maltrato psicológico, hasta anularla como persona y es­clavizarla emocionalmente. «Cuando Miguel me dijo eso, que había estado en una secta, no podía creérmelo», recuerda hoy Montse, con quien me reúno en una cafetería de la barcelonesa estación de Sants para que me cuente su historia, tremenda.

Le costó, explica Perlado, porque «asimilar eso es muy duro, hay mucho que digerir; en esa época, la actitud de Montse era: ‘No puede ser. Usted no la conoce [refiriéndose a la líder del grupo]’. Pero hay que tener en cuenta que cuando ella llegó a mi consulta lo hizo rota, empujada por su familia, que le puso como condición para volver a casa que aceptase ir a terapia. Fue un proceso largo. Para empezar, hubo que ordenar recuerdos y emociones, y ponerle nombre a cues­tiones como dónde he estado, o qué me ha pasado, recomponer las piezas, recuperar su capacidad de pensar».

La incredulidad de Montse también tiene que ver con la imagen des­fasada, pero que todos seguimos compartiendo, de las sectas, que solemos identificar con grupos en torno a alguna ¡dea religiosa o eso­térica gestionada por un líder mesiánico. «Las grandes estructuras per­viven, pero observamos la efervescencia de este tipo de pequeños grupos que ni siquiera tienen un nombre, en torno a una persona autoproclamada líder, y que generan un daño similar a las otras». El con­texto actual, donde, añade Perlado, «prima el narcisismo», tiene mu­cho que ver en este nuevo estilo sectario. «En los 60 las sectas incidían en cambiar la sociedad; en los 80, en los platillos volantes; en los 90 en las energías… Ahora estamos en una cultura donde prospera la idea de ‘si quieres, puedes’, donde el centro es el self. Y las sectas se apro­vechan de eso. Porque estamos deseosos de que lleguen cosas de fuera y nos llenen, nos construyan como persona. Sobre todo a partir de la pandemia, que despertó el deseo de volver a conectar con lo ex­terior». Y tanto. «Una treintena de sectas vuelve a operar en Mallorca tras desaparecer durante la pandemia. Las reuniones al aire libre y fin de semana en la naturaleza son algunos de losganchos que usan tras las secuelas por el encierro por la pandemia», leemos en el regional Úl­tima Hora, que ilustra bien lo descrito por Perlado.

Esta nueva realidad no es ajena a las fuerzas de seguridad del Estado, claro. De hecho, el año pasado la Policía Nacional puso en marcha nue­vos mecanismos para investigar la presencia de sectas en España, «para que cualquier ciuda­dano pueda comunicar hechos relacionados garantizando, en todo momento, el anonimato y la confidencialidad». Lo anunciaba tras saldar una operación donde fueron detenidos los nueve integrantes de una pre­sunta secta destructiva que, «asentada en la provincia de Castellón, es­taba dirigida por un líder autoritario y carismático autodenominado como ‘enviado de Dios’. La secta conformaba una comunidad hermética y ais­lada dónde las presuntas víctimas tenían limitada o anulada la capacidad crítica y la voluntad». En el caso de Montse, ese líder era… su propia psicóloga que se decía psicóloga [actualmente al menos no figura como colegiada en el Colegio Oficial de Psicología de Cataluña], un hecho que contribuye a retorcer más, si cabe, su historia.

Una historia que comienza 22 años atrás, cuando una Montse de 36, entonces soltera, atravesaba una etapa difícil. Su cuñada le recomendó entonces a una psicóloga de Barcelona que a ella la había ayu­dado. Ahí empezó la relación de Montse con Amparo M., de cuya consulta se convirtió en habitual. «Me ayudó mucho a salir de donde es­taba», explica. Por aquel tiempo, Amparo tendría 56 años y Montse la percibía como «una mujer empoderada, con carácter». La experiencia fue tan positiva que en su consulta acabaron recalando también el padre de Montse y hasta parte de sus amistades. «Tenía mucha información sobre mí», reconoce ella ahora. Y Miguel Perlado añade: «Al tratar a toda su familia tenía toda la información necesaria para posteriormente tocar las fibras más sensibles». Como en efecto haría, sin moderación alguna.

Entonces Montse conoció a su pareja y se trasladó a vivir a To­ledo, donde montó un negocio, se compró una casa y tuvo un hijo, uno profundamente deseado. Pero las cosas no fueron tan bien como en un principio pintaban. Llegó la crisis del 2007 , las deudas se acumularon, las diferencias entre la pareja aumentaron… Todo se tambaleó, ex­cepto… la relación con su psicóloga. Hablaban regularmente por telé­fono y Montse iba a visitarla cada tanto: «Para mí era como una her­mana mayor. Y cada vez que iba a verla volvía a mi casa reforzada». Así que, cuando 15 años después de llegar a Toledo Montse tomó la deci­sión de separarse, casi en bancarrota y sin saber qué camino tomar, no le resultó excesivamente extraño escuchar que su psicóloga le decía desde el otro lado del teléfono: «Vente a vivir a mi casa; en un chalet, en plena naturaleza, aquí tu hijo va a estar fenomenal, a crecer en un am­biente de cultura… Además, tengo muchas cosas pensadas para ti».

¿Qué podía salir mal?

«Conseguí reunir fuerzas y algo de dinero, hice las maletas y con mi hijo, que entonces tenía 8 años, nos fuimos para allá. Nada más llegar me dio un vuelco el corazón. La persona que nos recibió era completa­mente distinta a la que yo había conocido en la consulta; ahora era una anciana, con 40 kilos más, muy desaseada. Había gatos por todas par­tes y en la casa vivían también dos perros que, como pude comprobar después, se hacían sus necesidades en cualquier parte. Dentro del cha­let reinaban la suciedad y el desorden. Se me cayó el alma a los pies, pero me recompuse al pensar que para mi niño, aquello sería lo mejor, una casa grande y con jardín. Ya limpiaríamos».

En aquella vivienda, que con el tiempo se convertiría en «la casa de los horrores» en descripción de Miguel Perlado, vivían entonces, en un inusual régimen de convivencia, siete personas: la psicóloga y su pareja (a quien Montse considera «la primera víctima»), el hijo de Amparo («es­quizofrénico sin medicar», que vivía de noche y dormía de día), un pro­fesor universitario, una bióloga que estudiaba oposiciones, y Montse y su hijo (más adelante se incorporaría al grupo una pareja) ¿A qué dedi­caban el tiempo? «No hacíamos nada y hacíamos de todo. Cuando te­níamos trabajo, íbamos a trabajar. Por lo demás, apenas salíamos de allí, tan sólo para ir a terapia en la consulta en Barcelona (también la ha­cíamos en casa). Y le pagábamos por eso. Por eso y por todo, entre to­dos le pagábamos hasta la contribución del chalet». Pese a la conviven­cia, la relación entre los habitantes de la casa era prácticamente inexis­tente: «Ella no quería que hiciéramos piña. Había que contárselo todo a ella. Y todos acabamos convertidos en espías de todos». También les pedía que escribiesen un diario, que ella pudiera leer más adelante («yo no lo hacía», cuenta Montse).

Un elemento capital en la historia es el hijo: «Nos instalamos y lo primero que hizo Amparo fue separarme de él. Lo mandó a dormir a otra habitación. No me dejaba abrazarlo. Fue muy duro para mí. Tan solo dos semanas después de llegar, ella ya me estaba acusando de ser una madre muy controladora, una mala madre. Y yo la creía. Me de­cía que tenía que dejarle espacio al niño, que lo estaba ahogando, que tenía que aprender a conectar con los demás. Así que le quitó todos los juguetes, le quitó los videojuegos, y el ordenador. También las comidas que le gustaban, porque decía que estaba gordo. Una vez que se orinó en la cama le hizo lavar las sábanas en un plato de ducha…Y le obligó a estar en la calle durante horas, incluso en invierno (de hecho, la policía local empezó a preguntarse por ese niño solitario, pero Amparo M. se enteró y reaccionó, permitiéndole la entrada en casa)».

La presión sobre Montse fue en aumento: «Amparo llega a decirme que si no le hago caso, mi hijo va a acabar convertido en un drogadicto, que terminará en un CRAE (Centros Residenciales de Atención Educativa, para niños en riesgo social), y que yo voy a acabar muerta en un container-. Con el tiempo, Montse dejaría de relacionarse com­pletamente con el niño. ¿Por qué lo permitió? «Porque creía que era lo mejor para él. Porque ella me decía eso, y yo la creía». Se emociona al recordar, hasta las lágrimas: «La criatura estaba siempre sola, por­ que no me dejaba ir con él a ninguna parte. Pero se acostumbró a que yo estuviese ausente. Yo lloraba sin parar y él no podía hacer nada. Se adaptó, y lo veías contento».

Mientras tanto, la preocupación de la familia de Montse iba en au­mento. Tanto, que su prima llegó a contratar un detective, y su hermana entró en contacto con el ayuntamiento. «Pero el detective dijo que no se percibía nada extraño en la casa, y el ayuntamiento habló con el colegio y vieron que los resultados escolares del niño eran bue­nos y que no había señales de maltrato».

Hay otros hechos muy oscuros entrelazados a toda esta manipulación y que tienen como protagonista al hijo de la terapeuta que, como dijimos antes, sufría problemas mentales severos. «A su madre se le metió en la cabeza que yo me encargase de él mientras ella se encargaba del mi hijo. Creo que le preocupaba mucho que cuando ella muriese (en esa época ya tenía 70 años) se quedase sdo. Le producía terror que lo inter­naran, porque decía que lo iban a tener todo el día atado a una silla… Así que buscaba a alguien que se encargara de él cuando ella no estuviera, alguien que, además, asumiese el papel de pareja. Y ésa era yo. Me di cuenta por la actitud del chico hacia mí y entonces fui a hablar con ella. Pero no hizo nada. Cuando finalmente vio que no lo iba a conseguir em­ pezó a intentarlo con otras. Hasta que lo consiguió con una».

Si Montse y yo estamos hoy hablando delante de un refresco en una cafetería es, casi con el cien por cien de certeza, porque fue ex­pulsada de la secta. Cuando me lo dice, no puedo evitar comentarle que eso fue «una suerte», pero al hablar posteriormente con Miguel Perlado, éste me comenta que no está tan claro que lo fuera. «Tiene suerte en parte, pero cuando te echan puedes quedarte en un lu­gar muy incierto, en la pregunta ‘qué he hecho mal para no haber lle­gado a donde se suponía que tenía que llegar’. Da mucha vergüenza y deja mucha carga. Y eso sin contar el miedo, que es una de las emociones que se inoculan en estas relaciones. En este caso, para la re­cuperación posterior hay que trabajar mucho la culpa, que se con­vierte en un auténtico lastre».

La violencia psicológica contra Montse -«y también contra los de­más», puntualiza ella- empezó a alcanzar niveles difíciles de gestionar. «A mí me decía que era un caso de tesis doctoral. Yo cada vez estaba más y más encerrada en mí misma. De mi hijo decía que era un psicópata, un niño virtual». El control sobre el grupo se fue haciendo más asfixiante: «Teníamos que esperarla para comer, y era ella quien tenía que hacer la comida. Eso hacía que hubiera días en que comíamos a las cinco o las seis de la tarde, el niño también, porque ‘debía cultivar la paciencia’». En un momento dado, cuenta, también la incitó al suici­dio. «Me decía: ‘me das miedo, porque hay madres que cuando no están bien cogen a sus hijos y se suicidan’. Yo le decía ‘pero yo no voy a hacer eso’, y ella insistía ‘por qué no’».

Uno de los episodios más dramáticos relatados por Montse es la muerte de su madre, de quien no llegó a despedirse. Aunque la fami­lia le envió varios mensajes contándole que estaba muy enferma, tardó días en verlos, y cuando finalmente lo hizo, Amparo le dijo que era mentira. No fue hasta que su expareja la telefoneó para contarle que la madre había fallecido, cuando se dio cuenta de la verdad. Y eso la rompió aún más.

En la casa, llegó un momento en que Montse tenía prohibido usar la nevera. «Así que me fui a una tienda y estuve 15 días en mi cuarto, comiendo cosas secas que guardé en mi cajón. Para entonces había perdido 20 kilos y me sentía al borde de la muerte». La salvó, dice, un gatito que recogió en el jardín, muy débil, y que se dedicó a cuidar y alimentar. Y un buen día, Amparo le dijo: «Te tienes que ir o llamo a la policía». «Creo que lo hizo», reflexiona hoy Montse, «porque veía que realmente me moría y se iba a encontrar allí con un cadáver y un me­nor de edad huérfano». La primera reacción de Montse fue, a estas alturas, fácil de imaginar: «¿Y mi hijo? ¿Qué va a ser de él?».

Resulta inevitable preguntarse por qué Montse siguió allí, cuando para cualquiera que lea su historia es evidente que tanto ella como su hijo fueron víctimas de maltrato psicológico. «Cuando se da el paso a la convivencia la marcha atrás ya no es tan fácil. Aunque ella ve cosas, las justifica, se las autoexplica», interpreta para nosotros Miguel Per­lado. Por otra parte, «en el registro del contexto sectario es totalmente coherente lo que Amparo hace con el niño. Porque lo que Montse quierees lo mejor para su hijo. Y todo son pruebas necesarias para ayudar a su hijo a salir de un futuro oscuro. Hay que tener en cuenta que la persona que ha tomado el control y el dominio de su mente es la misma que le asegura que su hijo será un desgraciado si no hace lo que ella dice. Cuando te he convencido de que eres una mala madre, de que has fracasado… la siguiente maniobra es ‘yo sé qué es lo que le conviene a tu hijo’. Y tú lo acabas tolerando porque te convences de que es necesario. Un observador externo diría ‘oye, que están maltra­tando a tu hijo’; tú desde dentro dirías: ‘No, lo están ayudando’. En las sectas el abuso se institucionaliza como paso necesario para la ilumi­nación, la transformación, la liberación, la sanación… lo que sea».

¿Por qué Montse no denunció? «Un caso como este es complicado llevarlo ante un juez. Por falta de jurisprudencia, entre otras cosas. Pero también están el propio desgaste de la persona que ha logrado salir, el miedo, el dinero… Pero se puede llevar, por supuesto. En este caso había un menor de edad en una clara situaciónde maltrato emocio­nal». Desde la Policía Nacional nos explican que «cuando los hechos se verifican en un determinado contexto sectario o en el seno de un grupo de manipulación psicológica, la investigación se centra en de­tectar los posibles delitos que se hayan realizado, siendo habituales, entre otros, los delitos de coacciones, contra la dignidad, los derechos de los trabajadores, de índole sexual, patrimonial o contra la salud pú­blica». Si bien, añaden, no existe un delito de persuasión coercitiva en nuestro Código Penal, «la utilización de estas técnicas puede ser con­siderada como una herramienta para la consecución delictiva. En este sentido, se indica que el empleo de tales técnicas viciaría o anularía la libre voluntad de la víctima, lo que posibilitaría la tipificación como de­lito de conductas que aparentemente se habrían realizado con la aquiescencia de la víctima. Un claro ejemplo podrían ser los delitos de índole sexual o las disposiciones patrimoniales realizadas bajo la mani­pulación psicológica. Por ello, es importante contactar con las autori­dades policiales al objeto de la valoración del caso planteado».

Hoy, Montse, tras un esfuerzo titánico, ha reconstruido su vida, tiene un trabajo fijo y vive con su hijo en un piso de alquiler -«es el momento más feliz de mi vida», comparte- y me insiste en una rú­brica para este tema: «Mi agradecimiento eterno a mi familia, porque nunca se rindieron. Y a mí hijo, perdón por no haber sabido hacerlo mejor y mi amor eterno».