Clarín (Argentina), Marina Dragonetti, 7.04.2022
Click. Algo venía haciendo ruido en la cabeza de Visitación “Tita” Villamayor desde hacía tiempo, hasta que un sábado de marzo de 1995 terminó la limpieza diaria y alistó su poco equipaje mientras sus compañeras se preparaban para la oración. Nadie debía verla. Cuando el pestillo terminó de cerrar la puerta en la residencia Laya se quedó definitivamente del otro lado: “Desde ese día no existí más para ellos”. Esa mañana se paró sobre la calle Vicente López, en el corazón de Recoleta, a esperar un taxi que la llevara al departamento de unas amigas: era su ticket de salida. En sus manos tenía una dirección y un número de teléfono, 70 pesos, un puñado de monedas y una valija prestada como único prospecto. A los 25 años decidía alejarse de lo que había vivido como un calvario. El lugar que dejaba atrás era una de las principales sedes del Opus Dei en la Argentina, donde viven y trabajan las mucamas de la organización. Una vez en el auto, no se animó a mirar hacia atrás.
A sus espaldas quedaba La Obra, una institución de la Iglesia católica con una estructura laica que se reserva para sí una serie de reglas propias. Desde su fundación fue extendiendo su influencia en 68 países para difundir su particular interpretación del catolicismo. En la década de 1950 desembarcó en Argentina donde se constituyó su Vicaría Regional -hoy Región del Plata-, con sede en Buenos Aires.
Desde su adolescencia, Tita había pasado allí una década de sumisión y servicio como numeraria auxiliar, un rol reservado para mujeres de pocos recursos que juran votos de pobreza, castidad y obediencia. Como otras chicas de origen humilde, la habían reclutado a los 15 años en Paraguay con la promesa de una beca para completar sus estudios secundarios en Asunción. Ese fue el motivo que la separó de su familia, pero todo resultó un “engaño”, según sus palabras. La esperaba un estricto régimen de trabajo doméstico para atender a miembros de la organización. Por eso muy joven se autoconvenció de una vocación impuesta por la necesidad: su misión era servir a Dios.
Extenuada por una rutina que la había empujado al borde del colapso, se aventuró a lo desconocido. Estaba en una situación límite, no tenía estudios, trabajo, ni dinero para volver a Paraguay. El reloj del taxi llegó al máximo de lo que podía pagar y se detuvo en Caballito; estaba lejos de la estación de Once donde la esperaba una amiga dispuesta a ofrecerle un refugio temporario. “¿Y ahora qué hago con semejante valija?”, se preguntó. Nada de lo que cabía en ese cuadrado de cuero gastado podía resultar útil. Juntó unas monedas para usar un teléfono público y llamó a S.T. para que acudiera al rescate.
–Vos esperame ahí que llego a las 12-, la tranquilizó su amiga.
Su primer destino sería la casa de familia en la que S.T trabajaba de niñera. Paciente, Tita la esperó en la pieza de servicio mientras terminaba su turno. Todo lo que podía hacer era esperar. Lo había hecho durante años. Había esperado poder asistir a la escuela, había esperado encontrar su vocación espiritual, había esperado ayudar a su familia. Unas horas más no harían la diferencia. “Cuando llegamos a esa casa me sentí libre. Sabía que tenía una mano detrás y otra adelante. Cero dinero. No tenía nada, ni título secundario, pero estaba libre por primera vez en muchos años”.
Desde ese día hasta que cumplió 51, Tita se mantuvo en silencio, decisión que sólo quebró su reencuentro con otras ex numerarias auxiliares. Juntas se animaron a presentar un reclamo colectivo por los derechos que les negaron durante años. A principios de 2021, el grupo de 42 mujeres comenzó a reunirse en una parroquia de Buenos Aires para intentar reconstruir el rompecabezas de ese mal trance. Ante el silencio de las autoridades regionales del Opus Dei, presentaron una denuncia mediática tan estruendosa que, por primera vez, la organización se vio obligada a dar una respuesta pública. En octubre, el caso llegó al Vaticano, donde la Prelatura deberá rendir cuentas de sus acciones. La historia de Tita Villamayor y sus compañeras echó luz sobre el funcionamiento de una institución amparada en el secretismo.
Un pueblo perdido
Si se busca en las coordenadas de un mapa, la localidad de Yhovy ocupa una porción apenas visible al sudeste de Paraguay. Situada a 300 kilómetros de la capital, la única arteria que comunica a este paraje rural con Asunción es la ruta nacional 10. Posiblemente, ese fue el camino que transitó Visitación a los 15 años para dejar atrás la casa de la infancia. En noviembre de 1985 estaba terminando sus estudios primarios cuando la oportunidad llamó a su puerta.
Era la hermana del medio en una familia numerosa: su padre Mario, un pequeño productor agrícola, y su madre, Patricia, ama de casa, no tenían mucho para ofrecer a una prole de 10 hijos. “Cuando nos mudamos ahí en los años ‘80 yo estaba en tercer grado, la escuela eran dos aulas y solo había primaria. Era un pueblo perdido”. Su tía trabajaba como profesora en Clorinda y había ofrecido llevarla a un convento para que pudiera asistir a la secundaria y seguir sus pasos. “Ni loca me interno ahí”, rechazó la oferta. Por ese entonces parecía la única ocupación a la que podía aspirar. “Todos los hijos de los pobres son maestros pero yo no quería lo mismo. Lo único que quería era estudiar”.
Como otros residentes de Yhovy central, los Villamayor asistían a la capilla local cada domingo para recibir misa. Eran católicos practicantes pero nunca habían oído hablar del Opus Dei. El primer acercamiento ocurrió cuando Tita era una adolescente: “Los papás de la numeraria auxiliar, a través de quien conocí la Obra, eran maestros. Ellos siempre iban a ver a las chicas del barrio antes de fin de año. Iban a buscar a las que estaban finalizando el primario”. Era una práctica frecuente.
M.G. sirvió como numeraria durante más de 30 años y se retiró luego de un cuadro de depresión que puso a prueba su fe. Administraba uno de los centros de Asunción donde las auxiliares recibían su formación espiritual y era parte del entramado que servía para reclutar a las jóvenes obreras del apostolado: “En los centros se organizaban actividades para empleadas del hogar y, como parte de eso, las directoras le pedían a alguna numeraria que fuera a los pueblos a buscar chicas. Cuando viajábamos, buscábamos a aquellas que tuvieran vocación de numerarias auxiliares, aunque lo que les decías era que podían terminar la primaria, aprender castellano y trabajar en los centros de la Obra. A mí me parecía normal que sólo fueran empleadas del hogar y no llegaran a otra cosa, yo también estaba metida en el asunto”.
El Opus Dei es una institución que forma parte de la Iglesia Católica y fue fundada por el sacerdote español Josemaría Escrivá de Balaguer en 1928. El derecho canónico la reconoce como una prelatura personal, lo que implica que funciona con autonomía y tiene autoridades propias. En la cúpula de la organización -que se estima con 90 mil miembros en todo el mundo- se encuentran los sacerdotes. La mayoría de sus integrantes son laicos que se proponen vivir como santos incorporándose en distintas categorías, según su compromiso y lugar de pertenencia. Los numerarios y numerarias viven en celibato dentro de las residencias de la Obra, bajo un compromiso de castidad, pobreza y obediencia. Por lo general, se trata de universitarios y profesionales que donan su sueldo a la organización. Los supernumerarios son los únicos que pueden formar familia y entregan como aporte dinero, propiedades y contactos. “El éxito es la medida de tu santificación, por eso incentivan que sus miembros sean profesionales. El ascenso social y éxito económico son valores que te llevan a la santificación”, explica la periodista Paula Bistagnino, quien se dedicó a investigar el funcionamiento de la institución.
Las numerarias auxiliares cumplen un rol que sólo existe en la rama femenina y encarnan al eslabón más débil de la cadena. Son mujeres pobres y casi sin estudios que llevan adelante la cocina, limpieza y mantenimiento en los centros, las residencias, las casas de retiro y las administraciones que regentea la institución. Su ascenso social en esa pirámide es nulo, se las entrena para cumplir con las tareas de servicio doméstico durante toda su vida. Alicia Barillas, ex numeraria que administró centros del Opus Dei en Guatemala y Costa Rica, relata su experiencia: “Es un patrón que se copió desde España a todo el mundo, lo que sucede en países como los nuestros es que hay mucho más potencial por los estratos socio-económicos, de ahí salía la mano de obra regalada de las numerarias auxiliares. Ellas vienen de los estratos más bajos, social y culturalmente. Y no tienen la capacidad de entender o expresar lo que vivieron”.
Tita no recuerda el día exacto, pero sabe que fue en noviembre de 1985 cuando dos mujeres se presentaron en la puerta de su casa. La más alta y delgada hablaba guaraní en un tono amable; era la única que podía comunicarse con su familia. Sólo el padre hablaba castellano. J.R. era una numeraria auxiliar con cierta experiencia. Tita la recuerda vistiendo invariablemente la misma ropa, llevaba su cabello enrulado bien corto, faldas por debajo de la rodilla y camisas de manga tres cuarto. Ese modo de vestir que ella también llevaría durante años es una foto distante de la que hoy tiene de sí misma. Su pelo negro cuidadosamente peinado y una cadenita que pende del cuello habrían sido reprobados como un pecado de vanidad.
La mujer de aspecto ascético le explicó las bondades de estudiar en la ciudad. Ella y su prima Celia eran buenas candidatas para integrarse a los grupos de jóvenes que podrían viajar. “Mientras la numeraria hablaba con nuestros padres, la auxiliar me decía que me iba a ir con ellas y aprender muchas cosas. Encontramos algo que parecía ideal porque íbamos a vivir en Asunción y estudiar gratis. Nunca supe la verdad hasta que llegué”. Las dos chicas se despidieron de las calles de tierra colorada para emprender las cinco horas de viaje que las separaban de su nueva residencia. La idea de ir a la capital les resultaba cautivante pero, a poco andar, sus expectativas quedaron en el camino.
Sierva de Dios
Esa tarde de noviembre el auto se estacionó en el Centro Itarendy, una de las residencias para numerarias auxiliares de Asunción que acogía a otras siete adolescentes. “Estaban las numerarias a quienes nosotras servíamos y las otras chicas auxiliares hablaban guaraní, como yo”. Era la primera noche y Tita estaba sola, a su prima -con quien había compartido viaje- la habían asignado a otro de los centros del Opus Dei. “Me mostraron una pieza donde iba a dormir, en un huequito podía guardar mis cosas y me dieron un uniforme de ama de casa”.
Se fue a dormir impaciente, no faltaría mucho para empezar la secundaria. Pero la formación que le habían prometido se tradujo en una serie de clases para aprender las tareas del hogar que debía cumplir a diario: “fuimos a la Escuela de Hogar y Cultura Ogarapé, ahí teníamos la materia de castellano, también cocina, corte y confección”. Junto al uniforme que llevaría de ahí en más, la administradora de la residencia les señaló la rutina que les esperaba la mañana siguiente. La jornada de trabajo comenzaba a las siete y se extendía hasta las nueve de la noche. “Todo el tiempo estábamos ocupadas, todos los días. En ese momento no era todavía de la Obra, entonces era más light”. Con el dinero que le daban para sus gastos -7 mil guaraníes por mes- apenas le alcanzaba para comprar pasta dental, toallitas y algún otro pertrecho de higiene personal. “No me daba ni para ayudar a mi familia, para las fiestas nunca iba, me decían que el Opus Dei era mi familia” Cuando se oficializó su ingreso a la institución, el magro ingreso que recibía se esfumó. M.G. administraba el presupuesto del centro y recolectaba la ofrenda de las numerarias auxiliares: “Metía mi sueldo y el de ellas en un sobre y lo entregaba a la directora del centro. En el discurso del Opus, parte de vivir la pobreza evangélica era que no supieras exactamente cuánto ganabas y que no recibieras el dinero en la mano. En los últimos años que estuve en Asunción se empezó a hacerlas firmar un recibo de sueldo pero el dinero igual se metía en el sobre”.
Para muchas de las adolescentes “las becas” eran apenas el inicio de un camino de santificación. Integrarse a las filas del Opus Dei como numerarias auxiliares era el objetivo que perseguían quienes viajaban a buscar las mejores aspirantes. Para eso se las sometía a un cuidadoso análisis, aún antes de que ellas lo supieran: “En Guatemala se les mandaba cartas a todos los directores de escuelas rurales explicando que había becas para las mejores alumnas. Se pedían registros de notas, cartas de recomendación de profesores y se empezaba a investigar a las familias; si había enfermedades, si los padres estaban casados. Las que mejores notas tenían llegaban una semana a dormir a la escuela para verlas más de cerca, si eran inteligentes, si seguían instrucciones, se preguntaban cosas más puntuales de la salud de la familia, se hacía un examen teórico y las de mejores notas llenaban los espacios”, relata Alicia Barillas.
El primer paso para convertirse en un miembro de la Obra es la admisión. Las candidatas debían escribir una carta dirigida al Prelado -la máxima autoridad en Roma- para solicitar ser parte de la organización. Un año después se realiza la oblación, la primera incorporación temporal. La fidelidad sella el compromiso con la institución: suele realizarse entre los cinco y los siete años luego de la admisión, cuando los aspirantes ya cumplían con la mayoría de edad. “La fidelidad te convierte en miembro para toda la vida. Te dan una alianza y es como casarse con Dios”, apunta Paula Bistagnino.
El reglamento del Opus Dei prescribe una serie de requisitos para la admisión. Esas normas forman parte de uno de los tantos documentos internos que fueron publicados por la española Agustina López de los Mozos en su web Opus Libros. La ex numeraria y periodista se dedicó a recopilar testimonios, informes y bibliografía en una bitácora de la Obra que revela sus aspectos desconocidos. Entre otras condiciones, los aspirantes debían mostrar “empeño en la santificación personal, cultivando intensamente las virtudes cristianas, según el espíritu y la praxis ascética propios del Opus Dei”. Cumplir con la oración diaria y “normas de piedad”, y exhibir “cualidades personales” que den cuenta de su vocación espiritual eran algunos de los atributos observados por la Prelatura.
En el caso de las numerarias auxiliares, la posibilidad de convertirse en miembros de la Obra también estaba sujeta a un riguroso exámen físico y psicológico, según explican dos ex numerarias. “Antes de escribir la carta se las llevaba al médico. Si tenían alguna enfermedad no podían pedir la admisión. Otra cuestión era que no hubieran convivido con un hombre y que no tuvieran complicaciones psicológicas. Si tenían defectos no podían ser numerarias auxiliares porque hacían tareas que requerían un esfuerzo físico”. M.G. era la encargada de escribir los Informes de conciencia que surgían de las conversaciones íntimas con las jóvenes: “Los informes los elaboraban las numerarias para las directoras de la delegación, ellas eran las que tomaban la decisión de si la persona se incorporaba o no. Escribí el informe de Tita para decirles cómo vivía los distintos aspectos del espíritu del Opus, por ejemplo, la sinceridad y el sexto mandamiento de la pureza. Ella charlaba conmigo semanalmente, me contaba todas sus cosas y yo sacaba de ahí lo que escribía”. A poco de llegar al Centro Itarendy, Tita dio el paso definitivo para convertirse en una servidora de Dios.
La santa vigilancia
Discreción: una virtud valorada entre los miembros de la Prelatura. El artículo 12 de su reglamento aconseja a sus miembros “que no hablen de la Obra con personas ajenas a esta empresa que, por ser sobrenatural, debe ser callada y modesta”. No es sorprendente que Tita callara durante tanto tiempo.
Luego de un año y medio en Asunción fue trasladada al barrio porteño de Recoleta, donde está el Centro Universitario de Estudios (CUDES), para la rama masculina, y el Laya, la residencia donde las numerarias auxiliares vivían y recibían su formación espiritual. Todavía menor de edad, Tita tuvo que pedir permiso a su padre para poder viajar al nuevo destino. Una vez que desembarcó, pasó otros cuatro años de un trabajo cada vez más intenso. “A los nueve meses de llegar a Buenos Aires ya era numeraria auxiliar. Estábamos en la administración, al lado estaba la Asesoría regional y a dos cuadras había un centro de varones donde limpiábamos a la mañana. A todos ellos servíamos nosotras”.
El ruido de un interno señalaba la hora de levantarse. A las 5.50 se arrodillaba en el suelo para rezar una breve oración. Mudar el camisón por el uniforme de fajina, tomar un vasito de café y prepararse para el oratorio era lo que seguía. Cada minuto se contaba en sudor: a las 6:10 comenzaba el primer turno de limpieza. En las habitaciones de los centros universitarios que pertenecían a la rama masculina debían apurarse para terminar antes de que los varones volvieran de la capilla: “lo nuestro era el celibato y lo de ellos también, entonces había que cuidarse”. A las 7:40 corría a guardar los elementos de limpieza para llegar a la administración, subir al cuarto y cambiarse para la misa. Unas mangas largas color azul la preparaban para la oración y la Santa Misa que finalizaba, a más tardar, cerca de las 9:25. La acción de gracias y el desayuno precedían a calzarse el delantal para continuar limpiando -esta vez- la administración. Un almuerzo cronometrado al mediodía, más trabajo y a rezar el Santo Rosario. Por la tarde, la tertulia era el único momento de esparcimiento con la familia ,y poco después todas marchaban al oratorio. Tita describe el planchero del Laya como una especie de sauna, “un espacio reducido con un rodillo y las sábanas de algodón blanco y húmedo. Cómo olvidarlos, por Dios, veo carros y carros así como los de los supermercados y a planchar unas tras otras. Había que pasar por el rodillo y doblar, sudando la gota gorda”.
La rutina doméstica se alternaba mensualmente. A veces tocaba planchar, otras cocinar. Las tardes de los jueves era el momento de ir al supermercado, una oportunidad de “hacer la labor de traer chicas de afuera. Las buscábamos y las invitábamos al centro cuando el cura hacía una meditación, después íbamos a tomar un helado o nos quedábamos a cantar, había que apalabrarlas para ver si quería ser entregada a Dios, como nosotras”. Como Tita, las jóvenes que se acercaban a la Obra eran empleadas domésticas que asistían a esos encuentros para aprender a vivir los mandamientos y los sacramentos católicos. Bajo el mandato de “acercarlas a Dios”, ahora era ella quien ayudaba a reclutar más vocaciones.
Mantener a raya al espíritu. Cada semana debían conversar con la numeraria que le fuera asignada para su charla fraterna, de allí surgían los informes de conciencia que documentaban escrupulosamente sus pensamientos más íntimos. La confesión semanal con un cura formaba parte de las normas y la corrección fraterna servía para evitar cualquier desvío pecaminoso; la impuntualidad, una tarea mal ejecutada o una ropa demasiado reveladora podían ser motivo de desaprobación. “Entre todas nos vigilábamos, si alguna llegaba tarde se lo decía a la administradora y después una auxiliar se lo tenía que decir a su compañera. Éramos espías de la otra”. El camino a la santidad atravesaba la carne y la mortificación era su pábulo. Debajo de sus faldas, las numerarias se apretaban los muslos con el cilicio. Una vez por semana, los dientes de esa malla metalizada servían para disciplinar el cuerpo. “Donde no hay mortificación, no hay virtud”, escribió el padre Escrivá de Balaguer en su libro Camino. Aquel compendio de mandatos era la guía para cumplir con la misión del Opus en la tierra.
“Si eras capaz de decirle que sí a Dios, todo lo que venía después no era nada. Me empujaba a más”. La asfixiante rutina de Tita se extendía hasta tarde. A las ocho debía cenar para servir los tres platos de rigor a los numerarios un poco más tarde. Todas vestidas de uniforme negro y delantal blanco. La segregación de las auxiliares con los otros miembros se daba en distintos planos, como si se tratara de un orden natural: “Comían con distinta vajilla, usaban distintas sábanas y toallas, usaban la ropa que las supernumerarias descartaban”, recuerda M.G.. Lavar los trastos de la cocina y dejar preparado el desayuno para la mañana siguiente era lo que restaba. La última tertulia del día duraba 15 minutos y, al final, el oratorio la esperaba una vez más: “antes de dormir cada una hacía el examen de conciencia para ver qué había hecho bien y qué no. Yo anotaba todo para cuando me fuera a confesar”. En la oscuridad del cuarto, Tita tomaba la cruz del rosario. En su plegaría nocturna siempre se escabullía un pedido: “rezaba para que no me tocara la cocina, era lo que más detestaba. Ni los días de fiesta podía oler a perfume”. Al día siguiente todo volvía a empezar.
Un cuarto propio
Cuando Tita promediaba sus veinte años la duda clavó su aguijón. “No salíamos, no conocíamos nada más”. El eco que llegaba del mundo exterior estaba filtrado por la particular visión de la Obra sobre la virtud. Su contacto con la realidad se limitaba a unos pocos recortes de diario y una selección de películas infantiles permitidas por la administración. En otros centros de Latinoamérica pasaba lo mismo: “el periódico lo censuraban y le quitaban anuncios que pudieran tener una mujer en bikini o una pareja besándose. La novicia rebelde tenía una parte en que el capitán le daba el beso a ella, después me dijeron que no la pasara más porque creaba muchos pecados contra la pureza”, cuenta Alicia Barillas.
Desde que había dejado Paraguay el contacto de Tita con su familia se había vuelto esporádico cuando no inexistente. En Asunción al menos podía contar con las visitas de su padre cada vez que viajaba para vender sus verduras en el Mercado central. Cuando se mudó a Buenos Aires, el hilo que la sostuvo fueron las cartas que le escribía Mario. Todas llegaban abiertas con un año de demora. Las pocas veces que regresó a Yhovy nunca estaba sola. “La numeraria que me acompañaba controlaba si hacía la oración y que rezara el rosario. Estaba más con ella que con mis familiares”. Aquella escena fastidiaba a su madre: “ella no hablaba castellano, era incómodo pero no podía decir nada porque tenía miedo que no me llevaran más”.
Cuando regresó de su última visita en 1994 la vocación de Tita comenzó a trastabillar. Se lo dijo a su padre antes de despedirse decidida. Claro que no sería sencillo: “Cuando te querías ir, siempre alguien trataba de convencerte de alguna manera. Primero con la numeraria con la que tenías la charla semanal, después el cura, luego la directora. Te hacían pensar que no había lugar a dónde ir”. Cada vez que ponía en duda su pertenencia le ofrecían un nuevo destino; primero fue a un centro en el barrio de Belgrano, luego la destinaron a Córdoba. Quizás así podría reencontrarse con la fe.
Tita no esperó ni un minuto más. Se subió al taxi rumbo a la estación de Once. No sabía qué vida le esperaba
En el centro Ailén sobre la calle Conde conoció a Lucía Giménez, otra numeraria auxiliar paraguaya que cumplía a rajatabla con las reglas del Opus. Trabajaban juntas en el planchero y la rectitud de Lucía se había convertido en un modelo a seguir. Sin sospecharlo, su compañera le dio el empujón que necesitaba. “Ella hablaba siempre de su hermano favorito y un día la directora le dijo que había fallecido. Yo pensé que iría a verlo pero no viajó. Se encerró en su pieza, estuvo ahí todo el día. Le pregunté si iba a viajar y me dijo: ‘¿para qué?’”. La respuesta de Lucía la perturbó, si ocurría algo en su familia, ¿Tita sería capaz de volver? La idea la dejó rumiando: “Esto está mal”.
En 1995 volvió a recalar en Laya y por fin se decidió. Cuando regresó luego de itinerar por distintos centros, encontró a una amiga dispuesta a ofrecerle casa y buscarle trabajo. S.T. era niñera y alquilaba un departamento en San Justo. “Mis amigas trabajaban acá y tenían ahorros para mantenerme un tiempo. A las extranjeras se las tomaba fácil porque eran trabajadoras”. Solo le quedaba escribir una última carta al Prelado para solicitar su dispensa. Era el requisito que les exigían a los miembros para abandonar el camino de la Obra. Alertada por el ultimátum de Tita, una de las directoras de la Asesoría Regional intentó convencerla por última vez.
-¿Y a dónde va a ir? ¿de qué va a vivir? Mire que tiene que esperar a que el Padre le responda la carta.
Era un sábado de marzo y faltaba poco para el 19, el día en que las numerarias renovaban su compromiso religioso con la Obra todos los años. Tita no esperó ni un minuto más. Se subió al taxi rumbo a la estación de Once. No sabía qué vida le esperaba. Ese fin de semana afuera sus amigas la llevaron a comprar ropa para salir a bailar. “No sabía lo que era un boliche”. Por primera vez se sentía joven.
Quebrar el silencio
En la pantalla de Facebook, Visitación tipeó el nombre de Lucía Giménez probando suerte. No logró encontrarla pero un día improbable fue Lucía quien le escribió. Habían pasado más de 20 años desde la última vez que se habían visto. ¿Se reconocerían? Coincidieron en un café cerca de su casa en San Justo. “Nos encontramos y armamos el grupo”. Poco a poco, otras 41 ex numerarias se sumaron para poner en palabras lo que habían vivido. Algunas de ellas habían pasado 30 años al servicio de la Obra, otras menos. Todas habían salido de allí con una mano atrás y otra adelante. En algunos casos, su paso por el Opus Dei dejó una huella en su salud mental que tardó años en repararse. Casi ninguna registraba aportes, ni había cobrado un sueldo. A todas se les había prometido una educación que nunca llegó.
En su oficina céntrica, el abogado Sebastián Sal tomó el caso en septiembre de 2020 y comenzó a recopilar la información. De las 43 mujeres, 20 de ellas no registraban ningún aporte jubilatorio en ANSES. Una de ellas era Tita. Reclamar resarcimiento a una institución que asegura no manejar dinero es difícil; según Sal son distintas asociaciones civiles ligadas al Opus Dei las que tienen a su cargo la administración de sus recursos. Había suficiente material para presentar una denuncia por abuso de poder y explotación laboral, claro que antes intentaron presentar el reclamo con las autoridades de la institución en la Argentina. Sin obtener respuesta, las mujeres acompañadas por su abogado decidieron que el golpe más efectivo sería el mediático.
En marzo de 2021 los periodistas Paula Bistagnino y Nicolás Cassese sacaron a la luz la inédita denuncia cuyas réplicas se sintieron en todo el mundo. El Opus Dei acusó el golpe; la máxima autoridad de la rama femenina en Buenos Aires, Catalina María Donnely, dijo que estaba dispuesta a “pedir perdón”. Sin referirse a ningún caso en particular también aseguró que siempre pagaron a las numerarias auxiliares. Luego de que el reclamo llegara a Roma, el Prelado Fernando Ocáriz Braña firmó un decreto que modificó la estructura jerárquica de la institución a nivel regional. El caso llegó al Vaticano donde se encuentra en etapa de investigación. La mujeres le habían enviado una carta al Papa Francisco con la expectativa de que el Opus Dei reconociera su error, que les pidiera perdón y las compensara. También exigieron que la institución no continúe con esas actividades.
Como el resto de las ex numerarias que se alejaron hace años, Tita desconoce si el calvario que ella atravesó se sigue replicando con otras jóvenes. “Ojalá que algo haya cambiado”, es una idea que se reitera en los testimonios. Luego de reconstruir su vida, Visitación se recuerda con extrañeza a la luz de su hija: “Nada que ver a una adolescente, éramos perros verdes”