Búsqueda (Uruguay), Guillermo Draper, 17.01.2020

Daniel leyó las noticias que llegaban del Vaticano y algo se resquebrajó en su interior. Era 18 de diciembre y la orden del papa Francisco era clara: los obispos de cada lugar debían reunirse con las víctimas de abuso y aprender “de primera mano el sufrimiento que han soportado”. El llamado desajustó el mecanismo de silencio.

Habían pasado más de 30 años de aquellos episodios. Muy pocos en su entorno conocen lo que sufrió cuando era un adolescente y, muchos de los que sí sabían, le sugirieron que mejor no dijera nada. Pero ahora no había vuelta atrás. Días después de conocer las intenciones de la Iglesia católica y con la esperanza de que su testimonio les sirviera a otros, Daniel decidió denunciar los abusos que sufrió cuando era supernumerario en la Prelatura del Opus Dei. Iba a traicionar a los suyos.

Lo que sucedió luego, sin embargo, estuvo lejos de ser el proceso de sanación que esperaba. Fue, piensa, un calvario.

Uno de los primeros

Los curas españoles Gonzalo Bueno y Agustín Falceto llegaron a Montevideo a fines de 1956 con la misión de dar a conocer las palabras de José María Escrivá de Balaguer, un sacerdote que en 1928 había fundado el Opus Dei —“Obra de Dios” en latín.

El objetivo de su obra, según el propio Escrivá, es “promover entre personas de todas las clases de la sociedad el deseo de la perfección cristiana en medio del mundo”. La mayoría de sus miembros son laicos que tienen una vida activa en la sociedad y que acuden al Opus Dei “buscando una ayuda espiritual con el fin de santificar su trabajo ordinario, convirtiéndolo también en medio para santificarse o para ayudar a los demás a santificarse”.

Uno de los primeros laicos del Opus Dei en llegar a Uruguay fue Juan Pablo Bueno, un joven español de 18 años que venía a estudiar Derecho en la Universidad de la República. A poco de su arribo, fue nombrado director de la residencia estudiantil Iará y se convirtió en una figura de renombre en la institución.

El doctor Bueno mantuvo su reputación inmaculada durante décadas.

El paso

Daniel nació en 1966 en una familia católica muy numerosa. Una casa de altos en el barrio la Comercial y una docena de hermanos eran un mundo suficientemente amplio como para tener que buscar nuevos amigos.

Era un niño de unos 10 años, tímido y servicial, cuando un hermano lo acercó al Opus Dei. Su ingreso lo hizo sentirse una persona distinta, alguien con una misión especial.

Daniel rememora esa etapa de su vida y las gotas de sudor le caen incontenibles. Es el único que transpira en una habitación templada. Sus palabras tropiezan una sobre otra. A veces el hilo del relato se pierde, otras veces se enreda y hay que desandar el camino de una vida marcada por esos años.

Quiere contar su experiencia para que más víctimas se animen o, al menos, para que la gente sepa que eso les puede suceder incluso en el Opus Dei. Sabe que quienes más lo conocen lo identificarán por el relato, pero pide a Búsqueda que no publique su nombre completo para resguardar una intimidad ya traicionada.

El cruce de caminos

Ni bien llegó a Montevideo en 1958, Bueno organizó charlas entre universitarios en la casa Iará. Era numerario del Opus Dei, un miembro que vive bajo los compromisos de castidad, pobreza y obediencia en residencias de la institución y que debe ocuparse de “labores apostólicas” y de la formación de los otros integrantes.

Las reuniones empezaron a ganar adeptos. A los encuentros promovidos por Bueno iban cada vez más personas, el oratorio desbordaba de gente y las charlas se escuchaban también desde el pasillo.

El actual obispo de Minas, Jaime Fuentes, recuerda aquellos años. “Juan Pablo tenía gran facilidad para hacerse amigos, también de un chiquilín de 15 años como yo, bastante dominado por la pereza adolescente y con pocas esperanzas de ser buena leña. Me enseñó a estudiar en presencia de Dios y a hacer rendir los talentos: en definitiva, a poner toda la carne en el asador”, escribió en su blog Desde el Verdún en octubre del 2016.

Fuentes y el doctor Bueno compartieron techo durante varios años. Junto con otros numerarios, vivieron en lo que era la sede central del Opus Dei, ubicada en la calle Bulevar Artigas y Charrúa. El servicio en esos hogares quedaba en manos de numerarias y de otros colaboradores. A comienzos de la década de 1980, un adolescente recibió con orgullo la noticia de que trabajaría en ese lugar tan importante.

El Papa

En 2016 la ganadora del Oscar Spotlight removió cosas en Uruguay. La película relata el trabajo que desarrolló un grupo de periodistas del Boston Globe para arrojar luz sobre los abusos sexuales cometidos por sacerdotes y el sistema montado por la Arquidiócesis de esa ciudad para encubrirlos. A nivel local, primero El País y después el programa Santo y Seña, de Canal 4, publicaron denuncias de abusos cometidos años antes.

La Conferencia Episcopal del Uruguay aprobó entonces un protocolo de respuesta y abrió una línea telefónica para recibir denuncias. A noviembre del 2016, tras los primeros siete meses de funcionamiento del sistema, había recibido 40 casos de abuso verosímiles ocurridos en los últimos 70 años.

Daniel no estuvo en la primera camada de denunciantes. Recién decidió actuar a fines del 2018 cuando leyó que el Papa quería que los obispos contactaran a las víctimas. Una directiva de Francisco le quedó grabada: “Si en el pasado la omisión pudo convertirse en una forma de respuesta, hoy queremos que la solidaridad, entendida en un sentido más hondo y desafiante, se convierta en nuestro modo de hacer la historia presente y futura”.

Más allá de las buenas intenciones, su primer intento falló. Llamó al teléfono de denuncias y no contestó nadie. Dejó un mensaje, pero nunca recibió respuesta.

La segunda llamada fue de un abogado amigo, esta vez al Arzobispado de Montevideo. Y la respuesta fue inmediata, alegaron que el mensaje de Daniel no había llegado y le dieron el teléfono de un asesor del cardenal Daniel Sturla.

El 28 de diciembre envió una carta a las autoridades de la Iglesia católica uruguaya con los detalles de su caso.

Los abusos

A comienzos de 1980, con 15 años Daniel era ya supernumerario, un miembro de la obra al que no se le exige el voto de castidad. Llevaba una vida espiritual acorde a las exigencias de la institución, aunque eso lo distanciara de otros jóvenes de su entorno. Algunos amigos no entendían su devoción.

Para alguien tímido como él, la noticia de que trabajaría como recepcionista en la sede central del Opus Dei fue removedora. Ahí vivían personas importantes en la jerarquía de la institución. Sentía que estaba entre elegidos.

Cumplía un horario y ganaba su sueldo. Almorzaba solo, en una habitación apartada. En ocasiones visitaba ese cuarto acompañado por el doctor Bueno.

Recuerdo que, en los primeros años de la década del 80, estando en horario de trabajo o en tiempo de descanso, en varias ocasiones él me invitó a bajar a un despacho y me realizaba chequeos como de salud. Me revisaba los pectorales, los genitales, me tocaba, me pedía que me bajara el pantalón y el calzoncillo para ver si todo estaba bien. Me distraía diciendo que tenía una pierna más larga que la otra, mientras me manoseaba los testículos y toda mi parte íntima.

Daniel no recuerda cuántas veces pasó, pero fueron varias. Sabe que los episodios con el doctor Bueno le generaban una gran confusión. Pero era imposible la duda. En su denuncia escribió: “No era concebible que fuera algo malo o fuera de lo que tenía que ser”. Y agregó un pasaje del libro Camino, en el que el fundador del Opus Dei da 999 consejos a sus fieles.

Obedeced, como en manos del artista obedece un instrumento —que no se para a considerar por qué hace esto o lo otro—, seguros de que nunca se os mandará cosa que no sea buena y para toda la gloria de Dios.

El confesor

Daniel cambió de trabajo y siguió su vida en el Opus Dei. No hizo ninguna denuncia, ni siquiera tenía claro qué había pasado. La noción de que había sido víctima de abusos empezó a cristalizar pocos años después, producto de un episodio similar que le ocurrió a alguien cercano. Cuando en 1989 Bueno lo llamó porque quería verlo, Daniel decidió confrontarlo y despejar la confusión que reinaba en su cabeza.

Era verano y Bueno estaba en un curso anual que practican los numerarios. Daniel tenía 22 años, fue hasta La Cantera, la residencia del Opus Dei en Camino Mendoza, y Bueno lo llevó directo a su habitación. Cerró con llave como hacía en aquel cuarto de la residencia.

Ahí, mirando por la ventana, viendo a los hombres jugar al fútbol me empezó a preguntar si a mí no me pasaban cosas al ver a los hombres y me volvió a querer tocar y analizar mis partes íntimas. Al verlo que estaba con su pene excitado y queriendo manosearme fue cuando no necesité más evidencias y pude salir de la habitación llorando desconsoladamente. Mi confusión, desilusión y desamparo fueron desgarrando mis días siguientes.

Daniel fue directo a hablar con el padre Enrique Doval, su confesor. En el centro Miradores, en Ricaldoni y Ponce, por fin pudo contarle a alguien sobre los abusos. El sacerdote le pidió que no lo hablara con nadie más. Y le dijo que no pensara que él estaba limpio, que recordara que también era un pecador, que era soberbio y que le preocupaba su orgullo excesivo. Le habló de su deseo de casarse con alguien de una clase social alta. Era munición precisa, cargada con información privilegiada obtenida en charlas de confianza. En un solo movimiento, el cura sacó a Daniel del lugar de la víctima y lo hizo sentir parte del problema.

Nadie del Opus Dei le pidió perdón en los siguientes 30 años.

Es muy degradante haberme dado cuenta de que estuve siendo usado como un objeto para satisfacer el placer sexual de alguien que tenía gran poder moral sobre mí. Pero sin duda fue también muy devastador para mí toda la respuesta de omisión que tuvo el Opus Dei. En ese lugar donde entregué mi espiritualidad más inocente y pura.

Daniel cerró su carta de denuncia diciendo que esperaba que fuera un aporte a la institución y que a él le permitiera “seguir intentando sanar”. La envió sin decirle a nadie de su familia. Varios de sus hermanos están vinculados al Opus Dei, uno de ellos es sacerdote, y sabía que la decisión iba a generar problemas. Si denunciaba sería un traidor.

Uno va tratando de quitarle trascendencia y asume que si lo dice nuevamente es porque está exagerando y quiere que lo vean como víctima. Uno no quiere ser considerado como víctima, ni haber pasado por momentos traumáticos. Uno no tuvo la libertad de elegir, uno fue invadido en la intimidad corporal y de conciencia. Están los miedos de que uno, sin darse cuenta, pueda dañar a otros. Tengo la tranquilidad de no haber repetido lo que me sucedió a mí, pero tuve la dificultad de ver las agresiones que cometía conmigo mismo.

Recién después de su primera reunión informal, a la que fue acompañado de un hermano que no estaba vinculado a la obra, envió un mensaje de WhatsApp al grupo familiar para decirles lo que había hecho. Algunos respondieron que no debió seguir ese camino. “Como yo estuve adentro de la institución, entiendo lo difícil que es que aparezca otra forma de ver la realidad”, dice.

Burger King

Si bien el cardenal Sturla recibía denuncias, un caso como el de Daniel debía ser derivado al Opus Dei para que desarrollara su propia investigación. A Daniel no le hacía ninguna gracia volver a contactarse con gente de la obra. Había abandonado la institución en 1989 y no quería restablecer un vínculo.

El vicario de la Prelatura del Opus Dei en Uruguay, el sacerdote Carlos María González, comenzó a trabajar en el caso de inmediato. El 31 de diciembre del 2018 llamó al denunciante para coordinar una reunión y le propuso que se juntaran en una de las casas de la organización.

La sugerencia le generó dudas. Cuando entró en la página de Internet de la Prelatura constató que en el eventual punto de encuentro vivía el sacerdote Doval, su exconfesor. La primera reunión se hizo finalmente en una oficina de la parroquia Stella Maris, en Carrasco. El vicario llegó haciendo bromas, recuerda Daniel, y cuenta que en al menos tres ocasiones le preguntó: “¿Vos qué querés?”.

Al día siguiente del encuentro, el 3 de enero, el vicario decretó la apertura de una investigación preliminar que encabezaría él mismo. La tarea llevó poco tiempo. El 30 de enero, después de entrevistar a los involucrados y desarrollar otras pesquisas, González recomendaba continuar el proceso.

El vicario convocó a Daniel para informarle esa decisión. Lo invitó a una parroquia de la obra en Tres Cruces, pero él pidió que el encuentro fuera en un lugar neutral. Y González fijó la cita en un Burger King. Entre olor a comida rápida y cumbia invasiva, el vicario le contó que había interrogado a los acusados y le dio el documento que, se suponía, abría un camino de redención.

El castigo

El dictamen final llegó en abril desde la oficina del Opus Dei en el Vaticano y llevaba la firma de la autoridad máxima de la institución, el prelado Fernando Ocáriz. Era un decreto con vistos, considerandos y disposiciones, como el de cualquier gobierno, que en lenguaje jurídico le daba la razón al denunciante.

Que el señor Juan Pablo Bueno Montoya ha reconocido los hechos denunciados y ha manifestado dolor y arrepentimiento.

Que el presbítero Enrique Doval ha admitido que cuando conoció el suceso de acoso que tuvo lugar en el año 1989, aunque solicitó que Juan Pablo Bueno Montoya fuera amonestado y posteriormente, siendo Vicario de la Prelatura en Uruguay, indicó que no regresara a Uruguay establemente, no acompañó al denunciante con la debida caridad pastoral.

El hecho de que ambos admitieran la culpa, sin embargo, no era suficiente para castigarlos. La acción penal contra Bueno había prescrito y como era numerario y no sacerdote, tampoco le cabía sanción de la Iglesia. En el caso de Doval, sus acciones fueron “carentes de relevancia penal” y su acción criminal por negligencia “habría prescripto”.

Aun así, Ocáriz consideró que en ambos casos era necesaria una respuesta institucional. A Bueno le prohibió “participar en cualquier actividad formativa de la Prelatura en la que tomen parte menores de 30 años”; lo cesó “de todos los cargos de dirección y de las tareas de formación”; lo obligó a residir “en casas donde no pueda tener trato con personas jóvenes” y le aconsejó “llevar una vida de oración y penitencia, implorando a Dios la misericordia”. Al padre Doval, que en la primera década del 2000 llegó a ser la principal autoridad del Opus Dei en Uruguay, su conducta le valió solo una amonestación por “omisión de la caridad pastoral debida”.

Los dos debían pedirle perdón “formal y sinceramente” a la víctima cuando ella lo considerara oportuno. A Daniel, además, el Opus Dei le ofrecería “acompañamiento pastoral y ayuda profesional”.

Bueno, que desde hace años vive en Argentina, le envió una carta a Daniel en la que expresaba arrepentimiento y pedía perdón. El vicario González le entregó la misiva en El Club de la Papa Frita.

En una reunión en el Arzobispado de Montevideo, ante el cardenal Sturla, el vicario de la obra leyó el decreto aprobado por Ocáriz. Pero Daniel tenía una sorpresa: llevó un tacho de basura de su casa y se los entregó. Era un guiño al consejo 592 de Camino, citado en su denuncia original.

No olvides que eres… el depósito de basura. —Por eso, si acaso el jardinero divino echa mano en ti, y te refriega y te limpia… y te llena de magníficas flores…, ni el aroma ni el color, que embellecen tu fealdad, han de ponerte orgulloso.

—Humíllate: ¿no sabes que eres el cacharro de los desperdicios?

La salida

Daniel nunca quiso hablar de dinero durante el proceso de denuncia. Le pidieron una cifra a él primero y después a su abogado, pero nunca respondió. “No se trataba de una cifra”, dice. No quería ser víctima y juez. “El número que yo dijera podía ser interpretado como un abuso”, les escribió.

Las primeras ofertas de resarcimiento que recibió incluían ayuda económica por dos años para financiarle tratamientos psicológicos a cambio de rendir cuenta de sus gastos. Le habían prometido que sería de por vida, pero la propuesta era otra. Se quejó. A sus victimarios, a quien abusó de él y a quien lo protegió, en cambio, los cuidarían hasta sus muertes.

Extendieron el plazo de la oferta, pero con algunos requisitos. Lo que menos quería era que el apoyo implicara mantener un vínculo, por más mínimo que fuera, con el Opus Dei. Y era esa salida, justamente, la que la obra le ofrecía.

Daniel se plantó firme. Era una cuestión de dignidad, respeto y libertad. Les dijo entonces y repite ahora. Era “un grito de sanación” y un intento de evitar sentirse avasallado otra vez.

La discusión se volvió desgastante. Daniel capituló el pasado 17 de julio. Ese día, pese a que no estaba de acuerdo con la solución, firmó el acuerdo con el Opus Dei: la obra le entrega US$ 12.000 en dos cuotas para que financie un tratamiento por los siguientes dos años, aunque no exigirá rendición de cuentas. Una vez cumplido ese plazo, si entendiera que todavía necesita tratamiento, el costo será facturado por el profesional actuante al vicario del Opus Dei sin condicionamientos. Respetaban su libertad, se solidarizaban con su dolor y buscaban su sanación, le decían.

La obra le agradeció su valentía para enfrentar el dolor y así ayudarlos a mejorar sus controles y evitar o sancionar nuevos abusos. Daniel destacó la velocidad en las actuaciones y el reconocimiento de los hechos, pero dejó constancia en actas de que firmaba pese a que la salida no era buena para “su salud y su paz”. Veía la sola posibilidad de contactarse con el Opus Dei dentro de dos años, aunque fuera por vía indirecta, como una revictimización.

El coordinador de Protección de Menores del Opus Dei 
en Uruguay, Diego Velasco, sostiene que la Prelatura no quiso que quedara la más mínima sensación de que querían comprar el silencio de la víctima. “Si dentro de dos años sigue necesitando apoyo, tenemos que tener aunque sea la constancia mínima de que va a seguir un tratamiento”, añade en diálogo con Búsqueda. La prelatura se comunicó con la familia de Daniel después de firmar el acuerdo para “insistir” en que no era necesario que tuviera contacto directo, que alguno de sus hermanos podrá encargarse del asunto en el futuro.

Ahora que esa etapa está cerrada, Daniel quiere ofrecer su testimonio para que otros sepan lo que vivió y quizá el papa Francisco vea que las víctimas enfrentan un camino plagado de espinas si responden a su llamado.

Daniel recuerda los últimos meses y se indigna. Pasó su vida adulta explorando formas de expresarse con su cuerpo y la música. De decir sin hablar. Ahora las palabras brotan empujadas por la rabia, las ideas se amontonan. Se toma su cabeza, lee apuntes y vuelve una y otra vez a lo mismo: dignidad, respeto y libertad. Habla para un interlocutor ausente.

Ellos tuvieron una oportunidad increíble de responder divinamente, espiritualmente. La tuvieron. La tuvieron. Te di todo para que mostraras tu espiritualidad, te pedí una cosa sola. Eso que te pedí, decidiste no hacerlo. No hay experiencia divina en esto. Lo que más duele es la mentira, el vacío; es mantener una mentira con impunidad, con un discurso de espiritualidad. Eso está demostrado en los papeles y los hechos, no es un invento mío. Como no fueron un invento los abusos, tampoco lo es esto.