El Correo de Zamora, José A. Barrueco, 20.01.2004
A mitad de la Avenida Tres Cruces hay, junto a la acera, uno de esos contenedores donde se deposita la ropa usada que ya no queremos o no utilizamos. Hace casi dos años decíamos aquí que el contenedor era propiedad de la ONG Humana, organización a la que se acusa de estar vinculada con la secta Tvind. Se ha comprobado que se dedican a vender los harapos que dejan los ciudadanos en lugar de destinarlos a los pobres del Tercer Mundo. Pero hoy no quería tocar la vertiente polémica y estafadora de estos contenedores, sino la imagen casi diaria que ofrecen cuando uno pasa al lado de ellos. Los contenedores de vidrio, papel o ropa funcionan de idéntica manera a los buzones amarillos de correos, sólo que no es necesario estamparles un sello a los productos ni tampoco tenemos la certeza de que estos desperdicios se destinen a donde creemos. El contenedor de Tres Cruces es víctima de saqueos indiscriminados. Alguien se dedica a abrirle la boca y sacar la ropa usada, dejando de ese modo a esta especie de buzón de correos con las fauces abiertas, en una mueca grotesca que nos remite a alguno de esos raros monstruos del género fantástico.
Casi a diario saquean este contenedor. Alguna vez he visto a esas vendedoras rumanas de los periódicos La Calle y La Farola metiéndole mano a la boca de los contenedores para extraer varias prendas que quizá necesiten más que los integrantes de las sectas. Supongo que también palparán la garganta del buzón otras minorías, necesitadas de los vestidos que los ciudadanos tiran. Lo único malo es que lo dejan todo hecho un desastre, y es frecuente la imagen de un bordillo y de un pedazo de asfalto en el que han desperdigado jerseys carcomidos por la polilla, blusas gastadas por el uso, pantalones vaqueros y de pana, camisetas de entretiempo, y no sé si alguna prenda interior. Lo que me gusta de la ropa vieja es que, se supone, alberga muchos de los recuerdos de sus propietarios, igual que las caracolas que nos llevamos de la playa contienen los sonidos del mar en el que fueron arrastradas por el oleaje. Quizá por eso me cuesta desprenderme de mi ropa vieja, y así a veces guardo en los cajones ciertas prendas que me regalaron y ya no uso. A menudo sopeso la posibilidad de lanzarlas a estos contenedores. Pero luego pienso en los recuerdos que su tacto me ofrece.
Cuando paso junto a estos contenedores, aparte del cambalache que nos sugieren y de esas sospechas de engrosar con las ventas las arcas de algún jeta, me viene a la cabeza la manera en que los mendigos y los desheredados se apropian del germen de algunos de esos recuerdos, algo en lo que nadie que necesita protegerse del frío repararía nunca. ¿O sí? ¿Es posible que un hombre que duerme en un banco del parque o en un cajero, con hojas de periódico amontonadas sobre sus hombros y su barba desflecada, palpe en mitad de la noche el jersey que lleva puesto e imagine la vida de su anterior propietario, y especule acerca de los buenos o malos recuerdos que le propició? Al ver esa ropa dispersa, imagino, por ejemplo, que un día deposito, encima del montón de harapos, algún abrigo viejo. Al día siguiente algún mendigo lo toma y se lo regala a su hijo, que pasa frío en la chabola. Y éste, al convertirse en un adulto maltratado por la indigencia y tener a su vez un hijo, se lo lega para repetir el acto de su padre. Y acaso entonces, pues los tiempos van a peor, el muchacho sea un día hombre y muera de hambre en una calle, arropado con mi abrigo, que ya no le servirá de nada contra el frío de la muerte. A veces pienso en eso. Pero no quiero que nadie financie sectas a mi costa, y jamás dejo en esos contenedores mi ropa antigua.