El Correo Digital, Julián Méndez, 8.05.2005
Ésta es una de esas historias que discurren contracorriente. Lo que hoy aparece como un paraje tachonado de robles, árboles frutales, césped, jardines, estanques y columpios en Artzentales era hace diez años un verde universo de zarzas, aguas estancadas y olvido. La finca pertenecía a la Congregación de la Sagrada Familia, que la había dedicado a seminario. Hoy acoge un albergue con capacidad para 60 personas, un hotel rural con 17 habitaciones (bautizadas con nombres como Agradecimiento, Pasión, Confianza, Dignidad, Serenidad…) y un restaurante. La finca ocupa 10 hectáreas y se llama Amalurra.
Lo que hace peculiar a este complejo rural es el personal que lo atiende. Se trata de un grupo de 15 familias que han decidido vivir en comunidad y que han constituido una cooperativa «para desarrollar el sentido profundo de lo que es la hermandad, la solidaridad y la convivencia», precisan. «Amalurra es un lugar. Pero también es un proyecto, una búsqueda, un experimento para profundizar en nosotros mismos», apunta Irene Goikolea, la impulsora de esta experiencia donde la familia prima sobre cualquier otra consideración.
Han pasado años desbrozando maleza, secando pozos negros, rehabilitando las antiguas casonas y plantando 4.000 árboles autóctonos. En 1998, los primeros moradores de Amalurra se trasladaron al lugar. Hoy, cada familia ocupa su vivienda. Cada día, parten a trabajar a Bilbao. Algunos, antes de salir, se recogen a meditar en la gran sala excavada en los jardines, bajo una luz cenital y junto a un gran cristal de cuarzo. En Amalurra hay empleados de informática, una abogada, un médico, el alguacil de un pueblo, un arrantzale, profesores y maestros… Los chavales en edad escolar (hay 21 menores de 10 años) acuden a la escuela de Artzentales, que ha cobrado un nuevo impulso gracias a tanta savia nueva. Los más pequeños se quedan al cuidado de una mujer (el único sueldo que se paga en el grupo). Cada madre cocina para los chavales una vez cada 15 días. También de forma rotatoria, dos personas se encargan de los niños por las tardes, hasta que los padres vuelven de sus trabajos. «Los niños viven en un ambiente familiar y lo comparten todo. Establecen lazos afectivos y son muy abiertos. Nuestro espejo -apunta Maite Kaltzakorta- son las próximas generaciones, nuestros hijos».
Un giro esencial
Los fines de semana, y de acuerdo a una distribución previa (el cuadrante), se encargan de la recepción del hotel, de la cocina, de atender las mesas o de fregar cacharros. Son días comunitarios. Un sábado de primavera, el aparcamiento de Amalurra revienta de coches: son de los participantes en un curso sobre crecimiento personal, y de las parejas y grupos que vienen a almorzar. Al fondo, entre los prados, asoma el monte Kolitza. En el sendero, dos miembros de la comunidad clavan postes para instalar una cerca ayudados por un vecino. Los hijos mayores del grupo, media docena, colaboran cortando el ramaje y adecentando el césped.
En el comedor, luminoso, hay un trasiego de platos. Ofrecen una surtida carta y, también, un menú vegetariano. El servicio es esmerado, cordial. «La hostelería es un trabajo muy pesado. Podíamos habernos encerrado en nosotros mismos. Y no. Hemos preferido desarrollar la hospitalidad, la acogida, el servicio… Nuestra entrega es la llave para el bienestar. Hemos llegado a llorar de gozo tras haber sido capaces de sacar adelante un banquete para 150 personas», recuerda Irene Goikolea. En la pared, una serie de fotos y textos resumen el origen de la comunidad. «Éramos personas de distinta procedencia, pero todos, con el denominador común de estar buscando un giro, un cambio esencial en nuestras vidas. El gran reto ha sido combinar la actividad profesional de cada uno con el trabajo en el proyecto», se lee. Su herramienta, dicen, es la palabra. Su fuerza, la ilusión.
Anton Bedialauneta es de Ondarroa y patrón pesquero. Ahora anda enrolado en el ‘Effera’, un pesquero que trabaja en pareja con redes pelágicas, a la merluza. «Cuando no estaba en la mar jugaba a cartas o andaba de ‘txikiteo’… Los marinos somos muy solitarios. Creo que sólo dejaba pasar la vida», dice. «Yo sentía que él se estaba muriendo por dentro», asegura su esposa Elisa Ibaibarriaga, maestra. «Necesitábamos un cambio en nuestras vidas. Asistí a una charla de Irene. Fue ella quien me hizo descubrir la persona que había dentro de mí. Empecé en un grupo de mujeres, había una gran complicidad entre nosotras. Ahora estoy satisfecha», apunta Elisa.
Arantxa Etxebarrieta es de Lekeitio y conoce a Irene desde los tiempos del instituto, cuando esta mujer de Oma se ganaba la vida dando clases de euskera y trabajando en casas mientras estudiaba. «Ya entonces era una persona que caía muy bien a la gente, abierta y dinámica. ¿Por qué hago esto? Yo tenía resuelta mi vida en el plano material, aunque tenía mis lagunas interiores. Por eso preferí apostar por un cambio, por Amalurra. Fue una corazonada. Ella es mi amiga, la persona que me ha ayudado a rehacer mi vida. Aquí he recuperado la chispa de la vida, la seguridad en mí misma, el entusiasmo…»
Momentos de duda
Un carrusel de niños juega al pañuelo frente al edificio en que residen las familias de Amalurra. «Vivimos como cualquier persona, no somos una ONG ni nada parecido», sonríe Arantxa. Los chavales disponen de unos cobertizos para jugar cuando llueve y de un extenso jardín para sus carreras.
En una de las viviendas del edificio del restaurante reside la familia integrada por Juan Carlos Cantera, de Basauri, y Yolanda Antolín, de Aperribay. Tienen dos hijos: Maddi y el pequeño Asier. Yolanda conoció a Irene en mayo del 95, cuando tenía 27 años. «Fuí a una conferencia y me transmitió buen rollo», recuerda. «Participé en un cursillo. Fue muy esclarecedor e impactante. Me gustó su sentido común, que viviera con los pies en el suelo. Me hablaba de mi vida cotidiana, pero también de un proyecto fascinante». Y hasta hoy. Su esposo, Juan Carlos, dice que con Yolanda encontró un grupo «de gente sana, euskaldun, con ganas de vivir en el campo, en contacto con la Naturaleza… Algo en mí empezó a agitarse. La vida es muy intensa. Aquí valoro el apoyo mutuo. ¿Qué opinan los que me conocen? Me hacen muchas preguntas: saben que la mía es una manera superdiferente de vivir y que estoy muy a gusto».
«Hay momentos de dudas, de malos rollos, de alegrías… El ser humano es así. Irene tiene mucha confianza y esperanza en el ser humano», apunta Yolanda mientras su hija pedalea en el salón de la casa donde, sobre un aparador, brilla la luz de una vela. «No hay mayor aventura que la propia vida», sostiene Irene Goikolea. Amalurra, sobre todo, es la historia de un paisaje nuevo y de las personas que lo han hecho posible.