El Tiempo (Perú), Salud Hernández, 4.03.2018
“No sé si el Sodalicio se pervirtió con el tiempo o si nació ya dañado”, se cuestiona Andrés Cardona, paisa de Medellín. “Los maltratos que sufrimos superan los de escuelas militares que a veces se han denunciado. A mí no me violaron como a otros hermanos, pero los abusos psicológicos son más soterrados y sutiles, terminan quedando ahí, te dejan graves secuelas”.
Si una institución religiosa lleva impreso el ADN de su fundador, el “Sodalicio de Vida Cristiana” sería siniestro. No solo porque el abogado y teólogo peruano que lo creó, Luis Fernando Figari, abusó sexualmente de unos discípulos, sino por su extravagante y despótica manera de formar laicos consagrados y sacerdotes.
“Es un coctel de religión, secta y política fascista. Uno cumplía las órdenes porque la voz del superior es la voz de Dios y nunca se equivoca. Te vuelves un talibán, estás radicalizado, fanatizado”, asegura el periodista peruano Pedro Salinas, que también perteneció al Sodalicio. Su libro, Mitad monje, mitad soldados, destapó un escándalo con tentáculos en Colombia. “Hay una historia escalofriante (en el centro de formación). Sacan una pistola y le dicen a un joven ‘apúntale al pie y jala del gatillo’. Y lo jaló. No había bala, pero lo jaló. Si Figari decía matas, matas. Era Isis”.
Si bien el Sodalicio (similar a los Legionarios de Cristo) continúa su camino eclesial y ahora está regido por una nueva cabeza, cada día le resulta más difícil ignorar al número creciente de antiguos miembros que rompen el silencio para denunciar abusos que padecieron. No solo dirigen su dedo acusador hacia Figari, también señalan a otros dirigentes y a su sistema de adoctrinamiento.
Son denuncias de secuestro, abuso sexual y de autoridad, maltrato psicológico, físico, tráfico de tierras, encubrimiento.
Todos los entrevistados, tanto en Lima como en Medellín, dan su testimonio con la esperanza en que la justicia ordinaria y el Vaticano tomen medidas drásticas contra una institución que surgió en Lima (Perú), recibió la bendición de Juan Pablo II y se expandió a Colombia –impulsada por el entonces arzobispo Alfonso López Trujillo–, Chile, Brasil, entre otros países. En la actualidad suma unos veinte mil seguidores y posee colegios de estrato alto, centros pastorales, parroquias, universidades y diversas iniciativas sociales.
Las víctimas consideran que sigue imperando una actitud de encubrimiento y permisividad de la Iglesia católica y del propio Sodalicio. Prueba de ello es que la comisión creada para investigar los casos solo obligó a Figari a mantener en Roma, donde reside, “un estilo de vida decoroso” por sus “actos pecaminosos” y le prohibió regresar al Perú.
Idéntica impunidad que disfruta otro jerarca del Sodalicio, Jeffrey Daniels, que violó al peruano Álvaro Urbina cuando tenía 14 años. Vive libre en Estados Unidos. “Aunque sé que será difícil que lo extraditen, decidí contar lo que me ocurrió para salvar a los niños. Al menos ahora, a Jeffrey nadie le va a dejar a sus hijos”, comenta Urbina. Cree que su ejemplo, y el de otros, animará a nuevas víctimas a salir a la luz. “El único interés de la Iglesia católica es que pase la tormenta, no ven que cada vez aparecerán más nubes negras”.
Monos y ricos
El colombiano Andrés Cardona padeció discriminación y maltratos físicos y psicológicos durante la década en que perteneció al Sodalicio. Natural de Medellín, hijo de madre soltera, trabajadora, desde niño quiso ser cura, con 5 años se sabía la misa de memoria. Al cumplir los 13 conoció al Sodalicio y de inmediato le atrajo una sociedad cristiana de hombres recios, duros, comprometidos con cambiar el mundo de la mano de Dios. Aunque la mayoría eran blancos y muchos de familia pudiente, no imaginaba que su piel oscura y su modesta cuna serían obstáculos insalvables para lograr ser sacerdote sodálite.
“Me repetían: ‘Aquí hay un estilo y si no lo sigues, no puedes estar acá’. Yo sabía que debía caminar, vestirme, peinarme como los sodálites, me generaba angustia pensar que no podría ser uno de ellos”, rememora. “Organizaban el reinado del más feo, y yo me lo ganaba, o me decían: ‘no creemos que hayas nacido para ser sodálite, no te dio la estatura’ ”.
Pero Andrés no tiraba la toalla. “Yo estaba hecho para la vida religiosa, era obediente”. Por eso, con tal de lograrlo, soportó “un calvario de golpes. Una semana me tocó dormir en tablas porque un cura me pidió la hora y no le gustó cómo miré el reloj. ‘Así no mira la hora un hombre. Bájate el colchón de la cama y duermes en tablas para que aprendas a ser hombre’. En otra ocasión me pusieron a andar un mes descalzo por todas partes, tenía heridas; o, a veces, debía aguantar once golpes en el estómago de un compañero, sin doblarme. Pero lo más importante era sostenernos ahí porque si no, seríamos infelices toda la vida, nos íbamos a condenar”.
Aunque Andrés recibía más torturas que otros –“los monos que podían dar plata tenían más privilegios, era muy doloroso reconocer la discriminación”–, casi ninguno quedaba indemne.
“A mí me quemaron el brazo con una vela con el único propósito de impresionar a una persona que quería ingresar a una comunidad”, recuerda Pedro Salinas, piel blanca, de buena familia. Entonces no cuestionaba las órdenes, convencido de que eran pasos necesarios en la ruta hacia la santidad.
Óscar Osterling, peruano que pasó veinte años como sodálite, también conserva su propio listado de abusos. “Una noche que el mar estaba bravísimo, mandaron al agua a un chico brasileño que no sabía nadar. Al rato salió por la playa; si se ahoga, hubiese sido un santo”. Otros dos chicos no corrieron la misma suerte. “Uno en Chile y un brasileño en Perú, tratando de emular que todo se puede, se ahogaron. Y unos colombianos casi se ahogan en grupo”.
No solo imponían pruebas físicas extremas, también humillantes. “Otra vez, mi tutor me obligó a no volver a mirarlo a los ojos porque, dijo, ‘tienes una mirada muy coqueta’. Y un día me ordenó que dejara de reír, decía que la risa es del demonio”, cuenta Andrés Cardona.
Junto a la obediencia, cultivaban el culto a la personalidad del fundador. “Era una persona oscura, racista, con ansia de poder. De madrugada, se le antojaba un chocolate que solo vendían a unos 25 kilómetros, despertaba a un sodálite para que se lo fuera a comprar. Mientras más rápido y obediente fuese uno, más fiel a Dios”, describe Osterling, que ha demandado al Sodalicio por daños psicológicos.
La colombiana Sara Cobaleda fue otra víctima. Natural de Medellín y de honda vocación religiosa, anhelaba ser monja. Conoció al Sodalicio en Bello y dejó la carrera de ingeniería química para viajar a Lima, a la casa de formación de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación, la rama femenina. Corría el año 2004.
“Al año fui a visitarla a Lima. Estaba muy contenta, todo lo vi normal, excepto que las chicas de dinero no tenían restricción de llamadas ni de visitas, como sí tenía Sara”, afirma Carolina, su única hermana, bacterióloga que trabaja en una clínica de Medellín.
A los tres meses de la visita, la familia recibió una llamada del Sodalicio. “Nos anunciaron que estaba hospitalizada. Mi mamá viajó a Lima y la encontró en una casa de reposo. La superiora aseguraba que había intentado suicidarse”. A finales de 2005 la mandaron de vuelta a Medellín, con sus padres.
“Llegó desubicada, lloraba mucho. Buscamos un psiquiatra, y la encontró muy medicada. Seguía sin contar nada, y, cuando el psiquiatra hacía preguntas, respondía que tenía que preguntar a su superiora para saber qué le decía. El médico sospechaba que le habían hecho algo en Lima y quiso hacerle una regresión, Sara pidió permiso, y no se lo dieron. Lo último que me mencionó fue que ya no podía volver a la fraternidad. Estaba muy deprimida”, rememora.
A los pocos días, su familia la halló muerta. Se había tomado un frasco de pastillas. “Algo le pasó, algo vio. No es normal que de la noche a la mañana termine en una casa de reposo y luego se suicide. La Fraternidad pidió que mantuviéramos todo en privado, y contaron que falleció de un infarto. Temo que nunca sabremos qué pasó”, indica Carolina, tragándose las lágrimas.
A Pedro Salinas no le sorprende un final trágico, puesto que rehacer la vida, una vez abandonas el Sodalicio, “es infernal. Tardas años en desengancharte, es muy fuerte”. Les convencen de que fuera de la entidad están condenados al fracaso, a ser eternos pecadores.
“Uno queda muy dañado psicológicamente, y pierdes la fe”, señala Andrés Cardona. “Siempre creí que para ser un buen religioso debía tener vocación, ser célibe y obediente, y lo fui al extremo. Nada de eso sirvió porque lo que contaba es que yo no era mono, ni bonito ni mi familia tenía dinero. Cuando salí porque vi que nunca sería sacerdote, me desenfrené en mi vida moral debido a todo lo que viví”.
Mantuvo relaciones sexuales con desconocidos que contactaba en redes sociales y luego admitían ser curas. Uno de ellos, asevera Cardona, es un poderoso jerarca de la Iglesia en Medellín (EL TIEMPO se reserva el nombre).
Una comisión anterior, independiente, concluyó que al menos 19 menores de edad fueron abusados sexualmente y otras recibieron malos tratos.
Dictaminó indemnizar a medio centenar de víctimas, Andrés entre ellas, pero marginó a otras. Y, de todas formas, muchos no quedaron satisfechos porque no ven una voluntad real de contar la verdad ni de cambio, y más de uno considera que el único fin razonable sería el cierre. “La cúpula del Sodalicio nunca dejará de pensar como piensan, no quieren cambiar; para ellos, todo lo que ha pasado es una injusticia”, asevera Osterling.
El reputado abogado limeño José Ugaz representa a cinco denunciantes. “Vamos a pedir la extradición de Figari y veremos qué hará el Vaticano”, dice en su despacho de Lima.
Allí solicité al Sodalicio una entrevista para responder a las acusaciones. Me remitieron a su página web. El superior general, Alessandro Moroni, defiende su institución asegurando que ya declararon persona non grata a su fundador y que son acontecimientos del pasado ya superados. Sin embargo, el Vaticano intervino este año el Sodalicio dadas las graves acusaciones, y José Ugaz no piensa que hayan pasado la página.
“Creo que es una organización diseñada para hacer básicamente dos cosas: (reclutar) cientos de jóvenes, algunos depredados sexualmente, pero la gran mayoría con un problema de control mental que les ha generado muchos desajustes. Y, por otro lado, traficar con tierras, emprender negocios, tener un emporio económico con la cobertura de una organización eclesial que no paga impuestos”.