InfoBAE (Argentina), Federico Fashbender, 29.07.2018

En 1992, el Swami Vivekayuktananda entró vestido apenas con una túnica que lo cubría debajo de la cintura a las aguas heladas del Ganges para unirse cósmicamente a un poderoso yogi llamado Shri Surya Prakash. Con una barba larga y blanca, sentado con las piernas cruzadas y condecorado con una guirlanda honorífica de crisantemos, Surya Prakash -la imagen de todo lo que cualquier occidental entendería como un sabio de los misterios antiguos de la India- le había ofrecido un asiento a su lado a Vivekayuktananda a orillas del río más sagrado para la cultura hindú, en reconocimiento de su autoridad. Vivekayuktananda rehusó la oferta: decidió ingresar al agua y enfrentar a Surya Prakash cara a cara, o mente a mente.

Un discípulo del Swami que lo acompañaba tomó una foto del momento, escribió una pequeña crónica que publicaría una década después en su sitio web, hoy fuera de línea. El discípulo describió el momento como uno del más alto trance místico posible, una unión divina de seres de nivel espiritual notable, «una escena sin espacio o tiempo» en el pueblo de Muni Ki Reti, cercano a Rishikesh, a donde los Beatles habían peregrinado en 1967 para conocer al célebre Maharishi Mahesh Yogi. El trance duró unas tres horas: el taxista que había llevado al Swami y a su discípulo a las orillas del Ganges se negó a cobrarles la vuelta. Decía que era un don divino lo que acababa de presenciar, que, en todo caso, le tendría que pasar la factura a Dios mismo.

Swami Vivekayuktananda no venía de la India. Había nacido en Buenos Aires en 1946, se llamaba Eduardo Augusto de Dios Nicosia y había sido un pionero, el primer gurú del yoga de la historia argentina.

Fundó un instituto para enseñar la disciplina hatha en 1965, 20 años antes de Indra Devi, con un estudio en la calle Viamonte. Luego creó el Instituto de Estudios Yoguísticos Yukteswar en el mismo lugar. Grabó un disco de vinilo, hoy una rareza para coleccionistas, donde daba instrucciones de postura y respiración. Fundó una comunidad espiritual, un ashram, tomó discípulos que vistieron túnicas. Sus estudiantes lo amaban, le dedicaban poemas devocionales, le tenían una lealtad casi mística. Designó a trece de ellos como sus representantes fidedignos, autorizados a enseñar en su nombre: les dio el cargo de ser swamis tal como él, con nombres en sánscrito y el título de acharya, autoridad, uno de los máximos honores posibles, los empoderó. Algunos permanecerían a su lado durante décadas.

Nicosia viajó también por Latinoamérica. El semanario uruguayo Marcha habló de él en un pequeño recuadro en su edición del 14 de julio de 1972. «Llega Swami», decía el título: el recuadro lo proclamaba como «fundador de la Orden de los Swamis en Argentina» tras haber sido iniciado por su maestro espiritual, el célebre gurú Chidananda, cabeza de la Divine Life Society en Muni Ki Reti, un sabio hindú que combinaba la práctica del yoga con la aplicación de la filosofía hindú. Con el tiempo, Vivekayuktananda llevaría a su culto y a sus discípulos a Venezuela.

Volvió eventualmente a Argentina, primero a una quinta en Moreno y luego a la ciudad de Mar del Plata, para montar su nueva base de operaciones en el City Hotel, un lugar modesto de frente blanco, un poco antiguo, ubicado sobre la diagonal Alberdi: sus discípulos anunciaron cursos sobre yoga y misticismo asiático en el hotel desde fines de la década del 90, con ofertas de retiros a Sierra de los Padres, tomaron el control legal del lugar con una cooperativa conformada en 2005. Algunos de ellos vivirían ahí, ocupando habitaciones. La cooperativa y el hotel fueron distinguidos en abril de este año por la Defensoría del Pueblo marplatense con un «diploma de aporte a la identidad» de la ciudad costera por «reunir valores de identidad histórica.» Todo parecía legítimo.

Años después de meterse al Ganges para enfrentar al maestro cósmico, el swami argentino ejercería su poder de una manera distinta de acuerdo a un fuerte testimonio en su contra recogido por la Justicia federal marplatense, una manera más sucio tal vez, terrenal. Quizás quería probar un punto, si es que la historia es cierta. La escena involucraba a su pareja, Silvia Capossiello y a una niña muy cercana a ella: Eduardo de Dios le entregó una pistola a Silvia.

Pegate un tiro-le dijo, convencido.

Silvia disparó con su pistola en la sien frente a la niña, hizo clac con el gatillo, pero no salió ningún disparo.

Hoy no queda mucho de ese swami, al menos no en el cuerpo físico. Con 72 años, Vivekayuktananda está preso en el Hospital del penal de Ezeiza: se mueve en silla de ruedas, apenas se levanta con un bastón según una voz cercana a él, no le quedan muchos dientes, tiene psoriasis en la piel, algunos órganos complicados. La vida se le complica también: el swami argentino enfrenta el riesgo de morir en la cárcel.

El testimonio que detalló la ruleta rusa es solo la punta de un iceberg más escandaloso. El 13 de julio pasado, luego de meses de investigación a cargo del fiscal Nicolás Czizik y los relatos de al menos cinco víctimas, el juez Santiago Inchausti lo procesó con prisión preventiva y un embargo de 10 millones de pesos por un rosario brutal de imputaciones: trata de personas con fines de explotación sexual y laboral, reducción a la servidumbre, agravantes como uso de fraude y amenazas y el uso de su autoridad como ministro de culto, torturas y vejaciones, abuso sexual agravado.

Silvia Capossiello fue arrestada en el hotel City como su principal cómplice junto a Sinecio Coronado Acurero, un venezolano que sigue a Vivekayuktananda desde los años 70, señalado como su mano derecha. La división Unidades Operativas de la Policía Federal encontró a la pareja del swami a los gritos e insultos cuando fueron a allanar el lugar, intentando impedirles el paso.

Lo que incautaron en una de las habitaciones del hotel era suficiente como para montar una pequeña batalla: pistolas Glock, entre ellas una calibre .40, carabinas Marlin con miras ópticas, un fusil Tikka, dos escopetas Remington, visores de visión nocturna, un detector de radio frecuencia con antena, cerca de mil balas.

Era un poco increíble: todo llevaba a pensar en Netflix. Este año, la plataforma de cine y series estrenó «Wild Wild Country», un documental que penetró en la historia de Osho, el Bhagwan Sri Rajneesh, el polémico líder espiritual indio que junto a su principal discípula, Ma Anand Shila, penetró en el territorio estadounidense para fundar una pequeña ciudad y desafiar al FBI en un halo de violencia armada, control de discípulos y libertad sexual. De repente, el juez Inchausti, el fiscal Czizik y la Federal tenían un pequeño Osho en sus manos si es que las imputaciones son ciertas, uno bonaerense, argentino, acusado de cosas mucho más feroces que el Osho original.

En su procesamiento firmado el 13 de julio, el juez Inchausti aseguró que Vivekayuktananda se vendía a sí mismo como un «ser superior», capaz de decirle a sus seguidores que podía conocer sus pensamientos. Al contrario de Osho mismo, que escribió docenas de libros en vida, Vivekayuktananda produjo pocos textos que se conozcan, instrucciones a sus discípulos. En uno de ellos, escrito en India, instaba a sus hermanos swamis a que dejen de pedir plata, que una gran alma «siempre será visible a un buscador sincero.» Inchausti lo acusó de apropiarse de los bienes de los buscadores que llegaban a sus pies y de hacerlos trabajar por techo y comida en el City, hay al menos cinco víctimas en estas acusaciones de reducción a la servidumbre. El hotel no sería otra cosa que un frente para lavarle la cara al culto.

Inchausti incluso señaló al swami por supuestamente embarazar a sus fieles y anotar a los hijos que tenía a nombre de otros: se sospecha que el gurú tuvo entre trece y quince hijos. También, de obligarlos a tener sexo entre ellos, filmarlos.

Hay varios casos contra Eduardo de Dios, historias que constan en la causa, a través de testimonios directos de las víctimas. El de M., cercana a Capossiello, testigo del juego de la ruleta rusa, es particularmente grave. No lleva el apelllido Nicosia. Sin embargo, M., hoy de 45 años, cree que Vivekayuktananda es su padre biológico.

Parte del arsenal encontrado en el City Hotel por la Federal. Detrás, el retrato del gurú.
Parte del arsenal encontrado en el City Hotel por la Federal. Detrás, el retrato del gurú.
La vida era de mudanzas a lo largo de los años 70 para M., una vida algo errante entre el grupo de fieles de su padre y las «esposas» del maestro, entre ellas Capossiello. Llegaron juntos al City Hotel a fines de los 90, comprado por una de las mujeres del jefe del culto, en una estructura de «grupos», células, «familias»: Vivekayuktananda, de acuerdo a testimonios, embarazaba a una mujer y ordenaba que se case con un discípulo varón que le daría el apellido al bebé para dar una apariencia de normalidad familiar.

Hay motivos en la Justicia para sospechar que Vivekayuktananda habría abusado de ella desde sus seis años de edad, que la habría inducido a practicarle sexo oral en Venezuela cuando M. tenía 7 años, que habría comenzado a penetrarla vaginalmente a los 13. Otra supuesta hermana también víctima habría sido de los ataques sexuales, todo esto con el supuesto consentimiento de Silvia Capossiello. Se habla en el expediente de golpizas sufridas por M.: azotes con un cinturón, quemaduras con encendedores. Vivekayuktananda habría intentado abusar a M. por vía anal: su supuesta hija nunca se lo permitió. Debía, también, llevarle comida al cuarto en donde era violada para luego limpiarlo. En una ocasión, de acuerdo a su testimonio en el expediente, intentó forzarla a tener sexo con una joven que era miembro del culto. M. se negó y recibió una paliza.

M. no está sola en su incertidumbre. El juez y el fiscal del caso llegaron a otro hombre, J., que cree también ser hijo biológico de Nicosia a pesar de haber sido anotado como el hijo de un discípulo de su padre.

J. efectivamente habló en una larga testimonial. Su historia incluye la misma mecánica: familias falsas, vivir entre mujeres que eran las esposas del swami. Fue a vivir a Venezuela a los siete años, junto con la mudanza colectiva del culto: allí vio J., otro niño del ashram, el único supuestamente anotado con el apellido de Nicosia, una vez incendió su cubrecama por error al jugar con fuego. Vivekayuktananda, gurú del amor, le habría quemado las manos y lo habría atado y colgado de una ventana para que aprendiera la lección.

La vuelta a la Argentina a fines de los años 80 sería en una quinta de once mil metros cuadrados en la zona de Francisco Álvarez, partido de Moreno. Allí, J. habló del nacimiento de A. en 1988, otro bebé, también presunto hijo de Vivekayuktananda: la madre fue una adolescente del culto que Viveyuktananda abusaba según su relato desde los doce años de edad. A este bebé, de acuerdo a su relato, el gurú lo azotaba con un rebenque con cierta regularidad. J. se convirtió en padre de repente, al menos en los papeles: Nicosia lo inscribió legalmente no como su hijo, sino como de J. mismo.

Tiempo después, ya con casi 18 años, su padre le habría ordenado junto a otros jóvenes del culto que violen en grupo a una chica. J. se negó a hacerlo. Otro hombre que cree ser hijo biológico del maestro afirmó ante el juez Inchausti que recibió una dieta constante de torturas y afirmó que a sus 17 fue forzado a mantener sexo con una chica mientras era filmado. «Lecciones», dijo, un aprendizaje.

A., el supuesto hijo de Nicosia anotado como hijo de su hermano también declaró: su infierno personal fue de un calor intenso. Dijo haber presenciado como Vivekayuktananda le tomaba fotos a dos niñas mientras estaban desnudas, que su presunto padre lo tiraba por las escaleras, que hoy le teme al agua luego de que el swami lo ahogara en el inodoro más de una vez, que hasta lo torturó con pinzas electrificadas. Perdió su virginidad a los 14 años con una mujer que identificó como su tía dentro de la secta: su padre le ordenó a la mujer que le pusiera un preservativo y que tuvieran sexo en la alfombra, frente a otros miembros del culto.

A. nunca fue al colegio, la norma para todos los presuntos hijos de Vivekayuktananda. Los discípulos nuevos que se unían debían entregar autos, propiedades: una mujer marplatense, de acuerdo expediente, le regaló al culto del gurú un viejo hotel sobre la calle Buenos Aires, cerca del Casino.

Vivekayuktananda, mientras tanto, se paseaba desnudo entre sus fieles que le cantaban en lengua sánscrita a antiguos dioses con un montón de pistolas y balas guardadas en una habitación, un swami de luz torcida, sin que nadie lo toque o lo cuestione a través de más de 40 años.

Vivekayuktananda se negó a declarar ante el juez Inchausti tras ser detenido, tal como Silvia Capossiello y su amigo venezolano. «Desconocía los contenidos de la causa en su contra al no poder verla», asegura su actual abogado, Pablo Tosco, que asumió su defensa tras la firma del procesamiento: «Todavía no he tenido oportunidad de verla ya que hay secreto de sumario. No poder ver el expediente atenta contra el derecho de defensa», continúa Tosco.

De vuelta en el Hospital Penitenciario de Ezeiza, con un pedido de excarcelación denegado por Inchausti, el primer gurú del yoga de la historia argentina dice desconocer todos los cargos en su contra. «Está imputado de desapoderar a las personas, pero no tiene bienes a su nombre. Los hechos se remontan hace más de 30 años sin pruebas concretas más allá de las testimoniales. ¿Los hechos son graves? Desde luego, pero ponemos en duda la veracidad de los dichos. Las armas estaban todas registradas, a nombre de Acurero y de otro imputado, se dedican a la caza deportiva», dice Tosco. El procesamiento ya fue recurrido por el defensor. Este 2 de agosto, Tosco y Nicosia buscarán lograr la excarcelación y la prisión domiciliaria en una nueva audiencia en la Cámara Federal de Mar del Plata.

Mientras tanto, el juez Inchausti espera una prueba crucial en el horizonte. El relato de M., la primera supuesta hija de Vivekayuktananda, tiene una hija adolescente: afirmó bajo juramento que Nicosia mismo es el padre, el mismo hombre del que sospecha es su padre también, una hija-nieta. Nicosia hasta habría intentado abusar de la menor a instancias de Silvia Capossiello al grito de que la nena tenía que «ir con el abuelo.»

La adolescente no es la única: habría también otra hija-nieta engendrada por el maestro. El juez Inchausti, por lo pronto, ordenó estudios de ADN para determinar los parentescos, para saber si efectivamente el hombre que predicaba luz y armonía y unión con Dios envuelto en una túnica rosa pastel eyaculó dentro de su propia familia.