El Mundo (España), Daniel Somolinos, 1.02.2025

«Cualquier santero te dice que tiene un don divino. Hacen de intermediarios entre los dioses y el hombre. Es gracioso porque han crecido sin ese don pero, la mayoría de los que he conocido, en un mes lo consiguen. Eso es tener una suerte bárbara». La presencia que tenía el catolicismo en España ha dejado de ser dominante durante las últimas décadas. La migración y la llegada de nuevas culturas han traído consigo creencias y costumbres, algunas ancestrales, que ya están más que asentadas en nuestro país. Un ejemplo es la santería, cuyas prácticas, siempre controvertidas, empiezan a ejecutarse en menores de edad. Y en ocasiones, tal y como ha podido comprobar este diario, también con recién nacidos. Algo que esconde, más allá del frecuente maltrato animal, manipulación y conductas coercitivas por parte de algunos progenitores.

Esto lo conoce bien, para su desgracia, Marina -nombre ficticio por temor a revelar su identidad-. Cuenta que se separó de su ex marido cuando su hija tenía un año y medio. Que tiempo después él comenzó a salir con una nueva novia, de Guatemala. Y antes de pasar a relatar su historia, advierte: «Él jamás, pero jamás, mostró interés por ninguna religión ni fue nunca a la iglesia».

Lo menciona porque, cuando su hija tenía nueve años, empezó a apreciar indicios de que algo no encajaba. Pequeños comportamientos «extraños» pero «puntuales» que terminaba pasando por alto. Como el olor a flores con el que siempre regresaba la niña de casa de su padre y que nunca supo identificar. Y a las preguntas de su madre, ella callaba.

Por entonces, la menor ya lucía la pulsera que acabó desvelándolo todo. «Una amiga me dijo, al vérsela, que era la mano de Orula… Yo no sabía de qué me hablaba. Para mí era una pulsera de bolas con la bandera de Brasil… Hasta me enfadé con ella por las cosas que decía», evoca.

Pero esta amiga, nacida en Venezuela y relacionada con estas prácticas en su pasado, sabía bien lo que había visto. Marina la terminó pidiendo perdón meses más tarde tras comprobar con sus propios ojos cómo su ex pareja se había convertido en santero. Ahora lucía un nuevo look: vestía totalmente de blanco y con collares por todos los lados. «Recuerdo el día en que me la devolvió y le vi con esas ropas… Di un beso a mi hija, nos dimos la vuelta y ella se adelantó un poco. Yo me iba bebiendo las lágrimas. Pensé que me moría en ese trayecto».

Aquel shock inicial se entremezclaba con decenas de dudas sobre una temática de la que no tenía idea alguna. Lo primero que hizo fue meterse en la galería de imágenes de su móvil y descubrió que esa pulsera decoraba la muñeca de su hija desde que, mínimo, tenía ocho años. También se puso en contacto con RedUNE, la Red de Prevención Sectaria y del Abuso de Debilidad, que tras tranquilizarla le mostraron los pasos a seguir: habló con una santera, para conocer de primera mano en qué consistían los rituales; con una abogada, para tenerlo todo bien atado a nivel legal; y con un psicólogo «que me ayudó a encarar la situación cuando hablase con mi hija».

«Nunca olvidaré la cara de pánico, desconfigurada, que puso al confesarle que lo sabía todo. Estábamos en el salón. Se acurrucó en el sofá, rodillas en alto, y comenzó a llorar y a temblar. Le dije que teníamos que cortar esa pulsera, pero se negaba una y otra vez. Gritaba que se iba a poner mala, que iba a suspender… Que se podía hasta morir».

Poco a poco, la menor se empezó a calmar y a contar lo que había padecido. Los «baños en agua purificada con flores y semillas», los sacrificios animales, las velas encendidas de noche, aquella música «extrañísima», un lenguaje «afrocubano» que apenas entendía… «Primero le adivinaron el orisha, o santo, que regía su vida. Le tocó Yemayá. Más tarde le asignaron el espíritu de un muerto, que no era familiar, que velaría para que estuviera sana y no enfermara, para que aprobara sin estudiar… Todo dentro de una ceremonia en la que le pusieron de rodillas y le pasaron un gallo muerto y ensangrentado tres veces por el cuello. Ella verbalizó que tenía miedo, pero le dijeron que cerrara los ojos», desliza Marina, revelando la premisa más importante que le inculcaron a la niña durante todo ese tiempo: «Que no me contara nada, si no le quitaría la pulsera y pasarían cosas malas».

En la actualidad, ya con 14 años, ha reducido considerablemente el contacto con su padre. Éste amenazó con demandar a Marina, pero nunca llegó a iniciar ningún pleito. Aun así, la menor está en tratamiento con un psicólogo, un psiquiatra y una enfermera.

No es el único caso al que ha accedido este diario. En Getafe ocurrió algo similar con otra familia, también de nacionalidad española. Otra separación de por medio. Otra nueva novia, ésta de origen cubano. Y un par de niñas, de nueve y 10 años, que acaban dentro de una de estas congregaciones. La madre, totalmente derruida desde entonces, cede la palabra a su cuñada, Victoria Vélez, quien da voz a su historia.

«Las introdujo poco a poco sin que la progenitora se enterase… Y eso que las llamaba todos los días que estaban con su padre. Ellas le hablaban de un tal Ifa -un sistema de adivinación-, pero no tenía ni idea de a qué se referían… No le daba importancia. Y cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde».

Meses más tarde, ya las había perdido. Dejaron de reconocerla como su madre. «Les lavaron el cerebro… Hasta les cambiaron sus nombres. Pese a ello, las ha seguido llamando todos los días desde hace cuatro años, pero siguen renegando de ella. Está hundida… Con tratamiento psicológico y medicación». Ahora, con 14 y 15 años, las adolescentes continúan formando parte de este grupo religioso, aunque la progenitora no ha perdido la esperanza de, algún día, recuperarlas.

Vélez, ante la impotencia de que ninguna legislación tomase cartas en el asunto, decidió fundar una asociación (Víctimas de Santería) -que ayuda a 30 personas cada semana- para orientar a afectados por situaciones parecidas. Se ha hecho una experta en esta temática, un diccionario en lo tocante a la jerga de los chamanes y sus adeptos. Incluso se ha infiltrado en distintas «sectas» para denunciar desde dentro sus prácticas prohibidas en nuestro país. «Cuando veo que rapan a niños pequeños… se te parte el alma. Les realizan rituales matando animales, desde lagartijas y conejos a gatos… Buscan infligirles el mayor daño posible, como al perro que cortaron la cabeza con la boca tapada con cinta adhesiva. Es horroroso», dice esta mujer, haciendo hincapié en que «una vez que entra alguien es muy complicado sacarle».

Y pone el foco en las tiendas de santería asentadas por todo Madrid. «Algunas venden ingredientes y productos tóxicos, muy perjudiciales para la salud, como jutías (especie de roedor) o plantas venenosas. Ellos dicen que son como farmacias. Que no son responsables de cómo sus clientes los usan… Pero son plenamente conscientes de que quien lo compra lo va a consumir. Ha muerto gente, incluso niños pequeños, por ello», desliza Vélez, incidiendo en que hay tiendas como la de Usera donde se encontraron hasta huesos humanos -que los forenses confirmaron que o bien habían sido robados de un osario o de exhumaciones de la Guerra Civil- y siguen abiertas.

Preguntados por este diario, Policía Municipal de Madrid tiene un expediente abierto de la Sección de Policía Judicial en cuyo marco se investigan un total de 14 santerías por motivos de posible maltrato animal. Asimismo, fuentes policiales aclaran que son consciente de que estas prácticas se han afincado en la región, pero «no siempre hay denuncias». «Son creencias, algunas muy arraigadas en sus países de origen, que continúan desarrollándose en España. Aunque sí se cierto que, en ocasiones, hay por medio manipulación, conductas coercitivas y maltrato animal. Eso es delito. Y aunque digan que no hacen sacrificios, no es verdad… La santería siempre necesita sangre».