El Tiempo (Colombia), José A. Mojica, 19.12.2023

Miedo a equivocarse.
Miedo a fallar.
Miedo a hablar.
Miedo a ser descalificada.
Miedo a la gente.
Miedo al futuro.
Miedo la vida.
Miedo a resbalar y a caer en un abismo.
Miedo a todo.
El miedo como un pesado piano de cola sobre su espalda.

Ese sentimiento acompañó a Ángela Cardona durante los 16 años que perteneció a las Siervas del Plan de Dios y hoy, mucho tiempo después de salir de esa comunidad, nacida en Perú en 1998, la sigue atormentando. Era, y sigue siendo, una niña muerta del susto. El monstruo que se escondía debajo de su cama le sigue respirando en la cara, en la nuca, con dos bolas de fuego en los ojos y el hocico baboso.

“Llegué a pensar que no era una sierva sino un gusano tratando de ser sierva, algo que me quedaba muy grande y que nunca iba a dar la talla”, escribió esta antioqueña de 42 años en la denuncia que interpuso en el Arzobispado de Santiago de Chile, país al que fue enviada después de pasar por Ecuador —donde fue una de las fundadoras de la sede de la congregación en Guayaquil— y de sus primeros años de formación en Lima.

“No es difícil imaginar la rabia y la desazón con la que viví ese último tiempo, pero aun así creo que lo mejor de esos días fue haber sacado la fuerza para salir de allí. Es por eso que en esta ocasión quiero reconocerme como víctima de abusos de poder y de conciencia cometidos en la comunidad Siervas del Plan de Dios”, sigue en el documento en el que acusa directamente a las hermanas Carmen Cárdenas Cervantes, Elizabeth Sánchez, Claudia Marcela Duque López y Andrea García Avendaño. Ángela María Cardona Arredondo nació en Medellín el 16 de julio de 1981

Es la segunda hija, de cuatro, de Humberto y Marleny: un empleado público y una ama de casa. Creció en una familia de clase media, de herencia católica, como la mayoría de hogares antioqueños. Y aunque iba a la catequesis y conocía algunas oraciones y rituales, y siempre tenía presente a Dios, reconoce que nunca fue tan piadosa ni tan camandulera como para terminar convertida en monja.

A su colegio —católico, valga decirlo— llegó una delegación del Sodalicio de Vida Cristiana, congregación de monjes nacida en 1971 y que ampara a las Siervas del Plan de Dios, que nacieron 27 años después. Era una de esas jornadas de evangelización, en las que buscaban reclutar nuevos miembros para su redil.

Muy cerca del lugar donde vivía, recuerda, los sodálites —como llaman a estos hombres que cumplen el mismo rol de los sacerdotes— tenían una casa donde organizaban eventos. Y había algo que le llamaba la atención: veía a muchos jóvenes de su edad. Tenía 17 años y trabajaba como vendedora en una tienda de discos de un tío en el municipio de Bello, de donde es su familia y donde ha vivido gran parte de su vida. “Pensaba: ¿qué harán esos muchachos?”, recuerda al aterrizar en esa decepción adolescente cuando se enteró de que solo se reunían a rezar el Rosario.

Años más tarde empezó a estudiar Ingeniería de Productividad y Calidad en el Politécnico Jaime Isaza Cadavid, gracias a un préstamo del Instituto colombiano de Crédito Educativo y Estudios Técnicos en el Exterior (Icetex). Y ya, siendo una universitaria, terminó en la parroquia Santa Clara de Asís, atraída por el mismo grupo de jóvenes que, para entonces, se presentaba con una propuesta diferente: espacios de tertulia para universitarios donde se hablaba de temas existenciales como, por ejemplo, cuál es la misión que todos tenemos en el mundo. También se convirtió en un sitio donde podía hacer labor social. “Empecé a participar de diferentes proyectos orientados a la ayuda solidaria en el lugar donde vivía y eso comenzó a tener mucho sentido en mi vida. De paso, me fui relacionando con Jesús, con el Evangelio, cosa que también cobró mucho sentido para mí, pues veía en el amor una respuesta a lo que necesitaba el mundo, especialmente en ese momento que estábamos atravesando como sociedad, como país”, dice al evocar una época marcada por el conflicto armado y el narcotráfico.

Corría el 2002 cuando la argentina-peruana Andrea García, la primera de las Siervas del Plan de Dios y a quien denunciaría muchos años más tarde como una de sus victimarias, vino a Colombia a encargarse de los preparativos para fundar la primera sede de su comunidad en nuestro país. Para entonces, Ángela ya se sentía decepcionada de su carrera y decidió cambiarse a enfermería, profesión con la que tenía mayor afinidad. Así, podría ayudar y acompañar a personas en situación de necesidad. Meses después, ocurrió lo insospechado.

“Siempre fui muy independiente y decidida. Y aunque mis papás no estuvieron de acuerdo, sabían que yo siempre cumplía con lo que me proponía”, sigue al hablar del momento en el que le anunció a su familia que ocurriría algo que nadie, y mucho menos ella, se había imaginado: se convertiría en una monja.

“Tenía un hermano de tres, o cuatro años, y mi papá me decía: ¿Vas a dejar a tu hermano así de chiquito? ¿Nos vas a dejar?”. También pensaba en el crédito de Icetex —que su padre terminó pagando después— y en que sus papás no tenían dinero para pagarle los pasajes a Lima ni para las pijamas, batas y demás prendas y utensilios que le exigían. Pero con ella y otras jóvenes pasó algo especial, tal vez porque la comunidad era reciente —tenía apenas cinco años de fundación— y necesitaban aumentar sus números: les pagaron el pasaje.

El viacrucis de una fiera

El 16 de enero del 2003 aterrizó en Lima sin un peso en los bolsillos y sin ninguna información sobre lo que le esperaba. Pensaba que llegaría de una vez a la comunidad, pero no fue así. La llevaron a la casa de una desconocida: una joven que también tenía sus mismas aspiraciones. Compartió cuatro días con ella y su familia. Hasta que, por fin, arribó a la casa formación de Chosica, un balneario cerca de la capital peruana. La llevaron al baño, le hicieron quitar el jean y la blusa que llevaba y le pidieron que se pusiera el uniforme que dejó una joven que había renunciado. Y allí se encontró de nuevo con Andrea García, quien se convirtió en su consejera espiritual. “Era un privilegio que ella, que era como una santa, la primera sierva, me hubiera tocado a mí. Después, comprendí que al tenerme tan cerca podía manipularme más fácilmente”, dice ella al evocar el momento en el que empezó a conocer que los gritos, humillaciones y órdenes arbitrarias e incuestionables le abrieron el camino al sistema de manipulación y tortura psicológica que, más tarde entendería, eran la bandera y el estandarte de esa comunidad. Una comunidad diezmada hace varios años y en el ojo del huracán debido a múltiples denuncias de abuso, entre ellas, una de connotación sexual, aunque se estima que hubo otros casos y que las víctimas no se han atrevido a hablar por temor a ser revictimizadas.

Ángela es una de las tantas jovencitas que entraron a las Siervas con el sueño de servirles a Dios y que 15, 17, 18 o 20 años más tarde lograron trepar los acantilados filosos del infierno y huyeron, con las piernas laceradas y los hábitos y el alma convertidos en harapos. Y ella, que era una fiera, terminó convertida en un sumiso corderito.

“Siempre fui muy altanera. No me dejaba regañar ni de mis papás. Pero estas mujeres te manipulan de tal manera, con su poder, que era imposible preguntar o intentar debatir con ellas porque eso era murmuración y pecado, y uno empieza a aceptar naturalmente ese sometimiento. Me empecé a sentir menos, poco inteligente, idiota”, dice. Y recuerda una de las premisas de las Siervas para justificar esos castigos tan crueles pues, según ellas, su incuestionable voz era la misma voz de Dios: “el que obedece nunca se equivoca”, “Dios todo lo ve y Dios todo lo sabe”.

Como Andrea García era su consejera y tenía prohibido conversar con sus compañeras, la obligó a hablarle sobre su pasado. Supo, por ejemplo, que le gustaba salir de fiesta, bailar y que tuvo varios novios. No se guardó para Dios, o para el camino religioso, como si lo habían hecho otras. Cuando entró a la congregación ya tenía 21 años. Y mientras se echaba cruces, Andrea García la hacía sentir sucia, pecadora y juzgada.

“Empecé a entender el valor de la pureza. Y esa imagen me convirtió en una persona necesitada de perdón, de misericordia, en desventaja con las demás, que debía reparar mi relación con Dios”, dice. Era la María Magdalena de las Siervas

Y desde entonces, la valiente y empoderada Ángela Cardona terminó convertida en una niña rota por dentro que se sentía incapaz, con la autoestima en el piso. Una niña aterrorizada, llena de miedo. “Ese sentimiento, ese descrédito personal, me quedó como secuela. Y aunque lo he abordado en mis terapias, ha sido muy difícil superarlo. Me sigo sintiendo insegura para tomar cualquier tipo de decisión, esperando siempre a que alguien decida por mí, como la hacían las Siervas”.

Ya en Ecuador, donde fue enviada con otras cuatro compañeras a fundar la casa de Guayaquil, le asignaron una nueva consejera: la también antioqueña Claudia Duque. Andrea García la hizo sentir privilegiada al decirle que la que sería su mentora estaba caminando hacia la santidad. “Ella, como otras superioras, tenían la costumbre de tener a una hermana a su lado, una amiga, confidente que —no sé cómo se llegaba a esto— terminaba siendo su enfermera, cocinera, encargada de su dieta, la que conocía sus mañas, guardaba sus secretos. Ese papel lo ocupé durante bastante tiempo. Hoy, después de muchos años, entiendo que fue más que nada un trato servil del que se aprovechó”, cuenta. Y lo peor era que Claudia dormía poco y, como estaba para cumplirle hasta el mínimo de sus caprichos, debía quedarse con ella hasta altas horas de madrugada.

“Se quedaba trabajando, estudiando, mandando correos, haciendo estrategias vocacionales, y yo la acompañaba. Esto se daba hasta altas horas de la madrugada y por eso puedo entender por qué vivía con sueño y dormida en la oración, en la misa, no me rendía el tiempo de estudio. Mis planes siempre se cambiaban porque estaba totalmente disponible para ella”, sigue al recordar la vez que en una mañana, muy temprano, tenía que ir por su hábito a la lavandería y planchar el velo: un ritual que todas, a diario, debían seguir religiosamente. Pasaron algunos minutos y al despertarse tenía la plancha caliente sobre el velo. Y cuando trabajaba como profesora de niños en un colegio y debía salir antes de las 6:00 de la mañana, se desplomaba en plena clase. Dormía 3 ó 4 horas. Empezó a bajar de peso, a verse demacrada y a sentirse indispuesta, y el médico la diagnosticó: la ausencia de sueño y descanso le había desestabilizado su sistema inmunológico.

Y aunque afirma haber sido víctima de abuso de poder y de conciencia por parte de Claudia Duque, ella y Andrea García, cuando era la superiora general —la misma que la convenció de que se enfundara en un hábito y que fue su primera consejera—, cargan con la denuncia de un pecado que no tiene perdón de Dios: una joven de un país suramericano asegura haber sido abusada sexualmente por ellas. Su testimonio se cuenta ampliamente en este reportaje (Ver: ‘Mis superioras me agredieron sexualmente’). Ángela Cardona conoce ese caso y a la mujer que afirma haberlo sufrido. Pero aclara que Claudia Duque, con quien construyó una relación de amistad pese a la reverencia de realeza —o de santa— con la que debía acercarse a ella, jamás se excedió. “No estoy descalificando ese testimonio. Ni más faltaba. Pero debo aclarar que Claudia nunca se sobrepasó conmigo”.

‘Eres un instrumento del demonio’

En Guayaquil le permitieron gozar de un privilegio de pocas: estudiar una carrera universitaria. Ella escogió una licenciatura virtual en enseñanza de la lengua española en la Universidad Católica del Norte, ubicada en Antioquia. Y al poco tiempo empezó a trabajar como profesora, devengando un sueldo del que, afirma, nunca vio un peso porque le llegaba directamente a la comunidad.

A esa casa llegó una joven chilena, nueve años menor que Ángela. Y entre ellas nació una amistad profunda, tanto así que hoy, ambas fuera de la congregación, siguen siendo grandes amigas. Y aunque las amistades estaban prohibidas entre las religiosas y tenían que dormir en grupos de tres, y no podían sentarse juntas en la misma cama, ellas encontraban la forma de conversar.

Y de un momento a otro le dijeron que debía irse para Chile. El viaje sería en 15 días. “Quedé absolutamente sorprendida, y muy triste, no solo porque estaba muy feliz en Guayaquil, era amiga de todas, y debía separarme de mi amiga chilena”, dice con un acento que a veces le suena paisa, y en otras, chileno. No en vano, vivió siete años en ese país.

“Supe después que mi traslado fue para separarme de ella. Me enviaron a Chile porque las superioras tenían sospechas de que entre nosotras había una relación impura. Una vez que estuve en Chile, la coordinadora general —que era mi consejera espiritual en ese momento y a quien yo le tenía un respeto absoluto— me confrontó preguntándome cuál era el tipo de relación impura que tenía con esta hermana. Me hizo ir al santísimo por unos momentos y luego regresar a contar lo que, supuestamente, había hecho. Yo me quedé en shock, llena de vergüenza y sin saber qué decir. Obviamente partí asumiendo que ella tenía razón —pues la autoridad nunca se equivoca—, y que yo había hecho algo malo, impuro y lo tenía que confesar en ese momento”, sigue en su relato en el que reconoce que, aunque su relación con ella era era diferente a las que tenía con las demás, jamás llegó a confundirse respecto a su sexualidad.

Como las obligaban a enviarles a las superioras un informe mensual que era un confesionario sobre sus pensamientos, sentimientos y pecados, allí insistió en que esa amistad, que ellas consideraban pecaminosa, era totalmente transparente. Recuerda los gritos, humillaciones y órdenes al estilo militar de su entonces consejera, Carmen Cárdenas: una ilustre desconocida que, en lugar de monja, debió haber sido guardiana de una cárcel

“Me dijeron que había sido un instrumento del demonio. Y que yo, al ser mayor, me había aprovechado de ella. Curiosamente, ella y yo pensábamos lo mismo y habíamos hablado con nuestras consejeras sobre esta amistad, con el miedo de no pasar límites, más bien de cuidarla y hacer que perdurara”, dice ella al reiterar que jamás llegó a cuestionar su sexualidad, pues las mujeres nunca la han atraído. “Y si me hubiera enamorado de ella, que era una posibilidad en medio de ese encierro y de tanto maltrato, lo hubiera confesado. Eso hubiera sido lo más normal. Y aunque nunca fue así, ellas seguían insistiendo en que teníamos una relación pecaminosa. Ahora pienso en esa frase que dice: el ladrón juzga por su condición”, sigue Ángela y cuenta que esa nueva carga se sumó a un pesado lastre en su autoestima que todavía arrastra con mucho dolor. Una sierva ecuatoriana, que era el modelo de virtud que les imponían a las demás, empezó a rebelarse. El manso corderito se convirtió en una oveja arisca que brincó las puertas del convento y con sus cascos levantó una polvareda que terminó en huracán.

En esa época, recuerda Ángela, estalló el escándalo del Sodalicio de Vida Cristiana, puntualmente con su fundador, Luis Fernando Figari, quien después de reclutar a su ejército de monjes conformó un batallón de monjas para que les sirvieran como empleadas domésticas, según los testimonios de varias ex siervas. Un hombre que, desde el 2011, enfrenta una condena que muchos desearían: un destierro en Roma a cuestas de una congregación despellejada, pero que todavía cuenta con los recursos suficientes para sostenerlo en una de las ciudades más costosas de Europa. A la capital italiana llegó huyendo tras haber sido denunciado ante la justicia peruana por abusos físicos, psicológicos y sexuales perpetrados a menores de edad a lo largo de los casi cuarenta años en los que lideró su propia congregación que, pese a los escándalos, sigue pareciendo intocable en la alta sociedad peruana, donde Figari ha sabido moverse con maestría.

Un borreguito que se subleva Ese borreguito que era Ángela también empezó a sublevarse. Expresó sus dudas vocacionales y sus intenciones de largarse, pero sus superioras la sorprendieron al decirle que ya era hora de que asumiera la profesión perpetua —uno de los escalones más elevados al que toda sierva debe aspirar— y le sugirieron que se tomara el tiempo que quisiera para hacer el necesario discernimiento. Intentaron retenerla. Pero ya había tomado una decisión. Las soberbias ‘santas’ terminaron aceptando su renuncia. Pero antes de irse les pidió que le autorizaran el retiro de sus cesantías, pues sabía que así había ocurrido con varias compañeras. Se negaron. Se excusaron en que ella sabía que el sueldo y las prestaciones legales eran para la comunidad y que, además, debían ser usados para subsidiar su mantenimiento durante los 16 años que estuvo dentro. Pero como la fiera ya estaba despertando, mostrando sus garras afiladas, acudió al Código de Derecho Canónico que estableció, hace siglos, que los gastos de alimentación, vestido y vivienda deben correr por cuenta de cada congregación religiosa. Aceptaron, pero le pusieron una nueva condición —dice ella— tal vez intentando que desistiera. Y como le querían bloquear la salida, tuvo que firmar unos documentos en los que autorizaba, a otra hermana, a que reclamara sus cesantías. Eso sí, le aclararon que le descontarían el costo del pasaje de Chile a Colombia, a donde llegó convertida en una mujer desolada, triste y desconocida para su familia. “Mis papás me abrazaron con mucho cariño y solidaridad, al igual que mis hermanos. Tuvieron que conseguir una nueva casa porque no había espacio para mí”.

La fiera regresó a Chile a pelear por sus cesantías, con sus garras más afiladas. Sabía que era lo mínimo que se merecía tras varios años de trabajo en los que jamás, asegura, vio un peso de su salario. El sistema chileno aprobó su reclamo como trabajadora y, ese dinero le ha ayudado a reconstruir su vida. Sin embargo, como las demás denunciantes, espera una reparación integral que incluya una indemnización económica para pagar sus terapias y demás tratamientos para tratar de remendar unas heridas que no dejan de sangrar; para comprar una casa, para estudiar, para irse de viaje, para compensar a su familia de alguna forma. Para reconstruir su vida.

Ya en Bello, en ese hogar que se perdió durante tanto tiempo, terminó su carrera, consiguió trabajo como profesora de un colegio y conoció a un joven, Andrés, que se convirtió en su pareja. Y sigue en terapia, tratando de espantar esos demonios del pasado vestidos de monjas y que la siguen llenando de terror.

—¿Cómo está su fe?
—Después de tener una vida de oración, de encuentro con Cristo, de ser una de las cosas más importantes en mi vida y que me nutría para poder ayudar y servir, entiendo que he sido profundamente manipulada por la comunidad, porque ellas determinaban el estilo o cómo tenía que ser esa vinculación religiosa. Cuando salgo, ya no sé cómo vincularme con esa parte espiritual. Bien dicen, varias de mis compañeras, que les robaron a Dios.
—¿Cómo es eso de que ‘les robaron a Dios’?
—De eso se trata el abuso espiritual, que te altera totalmente tu fe. Siento que, de alguna manera, la comunidad y el sistema causaron un daño profundo a cosas elementales de mi vida. Hicieron que rompiera con algo que era supremamente importante y que, por elección personal, empecé a buscar: el camino del Evangelio, de Jesucristo; un camino real, coherente, y ahora no sé cómo vivirlo. —¿Qué piensa de la Iglesia Católica?
—Al salir de la comunidad, se te abren los ojos y entiendes que muchas de las cosas que vives dentro de la Iglesia, o como te las muestran, no son así. Es un dolor muy grande que no sepas cómo relacionarte con algo tan profundo para ti. Y sí, siento que me han robado a Dios, que me robaron esa experiencia de fe y en este momento ya no sé cómo encontrarla
—. Miedo.
Todavía tiene miedo.
Pero también tiene fe. Y amor. Y un coraje de fiera que promete terminar de rebelarse.