La Vanguardia, Jordi Joan Ramos, 18.08.2009

En Rishikesh, donde el Himalaya no es más que una colina, muy pocos tienen edad para recordar la famosa estancia de los Beatles con Maharishi Mahesh Yogi, hace cuarenta años. La propia muerte, el año pasado, de aquel gurú que predicaba la meditación trascendental – portada de Time en 1975-pasó casi inadvertida. ¿Qué queda, pues, de aquellas guirnaldas? En el mercado nocturno de Arpora, Max sí que recuerda el Magic Bus que en la misma época iba de Amsterdam a Goa – o Katmandú-vía Estambul, Teherán, Kabul, Peshawar, Lahore y Delhi. ¿Qué movía a miles de hippies a emprender una ruta de miles de kilómetros? «En primer lugar, la droga», afirma sin reparos Max, de 60 años, que tomó «muchísimas veces» el Magic Bus y que ahora ha restaurado una formidable mansión en su Goa natal.

Pahar Ganj, junto a la estación de tren de Nueva Delhi, fue parada obligada de los hippies y sigue acogiendo cientos de pensiones, a menudo de mala muerte, para occidentales aficionados a drogas que en India se consiguen sin receta. Muchos hacen escala rumbo a Rishikesh u otras mecas del yoga y la meditación, intentando que la imagen espiritual de India no se les estropee por el camino, entre tanto pisotón, agobio, suciedad y materialismo descarnado. Otros son jóvenes occidentales – o israelíes que han terminado la mili-de estética supuestamente tribal que conseguirán permanecer en India durante meses, apalancados en el mismo sitio, sin relacionarse con ninguna otra tribu, y mucho menos con los indios, supuesta inspiración de su indumentaria. La suya es una India recreada en que se desayuna con cereales y pancakes, se almuerza pasta o pizza y se cena un bistec con cerveza. Una India que tiene sucursales a lo largo y ancho del Rajastán, en lugares de moderado interés monumental (Pushkar, Udaipur, Jaipur…) o, con un toque tibetano de importación, como Dharamsala. Dos casos aparte en el sur, aunque menos populares, son Hampi – donde las ruinas de los templos hindúes son subyugantes-o la cavernícola Mamallapuram.

La Madre – seguidora de Aurobindo-inauguró hace 50 años en Nueva Delhi otro ashram aurovilliano menos conocido. Allí encontramos a Ladislav (eslovaco) y Ulrike (alemana del este), el matiz es importante. Responden al perfil típico de los seguidores de Sathya Sai Baba. Desde un lugar muy lejano de su mirada me explican que es la tercera vez que se encaminan a Puttaparthi – 1.500 km más al sur-a contemplar al que para ellos es un dios viviente en silla de ruedas. Antes pasarán por Rishikesh.

«Aquí estamos todos locos», dice Amanda, venezolana con 14 años de residencia en el ashram de Sai Baba, a cuya supuestamente benéfica contemplación diaria acuden miles de personas dos cada día, muchos de ellos occidentales y ex soviéticos. Sabe de lo que habla, puesto que es psicóloga.

A diferencia de Sai Baba, Osho – nombre inevitable en las librerías new age-ya no se pasea con su flota de Mercedes por Pune como antes había hecho en Oregon.

La ostentación de los líderes religiosos no molesta a los hindúes – quizás tampoco a los europeos-puesto que la riqueza es uno de los cuatro fines de la vida, junto al deber, el placer y la liberación del ciclo de reencarnaciones. Osho murió hace veinte años, pero cuando Pablo – un salmantino que el año pasado se acercó en moto hasta India-desembarcó en su ashram,se quedó pasmado al ver cómo se desplegaba una pantalla. «Decía que en el futuro todos viviríamos en ciudades bajo el mar. Hice una broma a la alemana que tenía al lado y me miró como si fuera un hereje». Osho era conocido en India como el gurú del sexo. «Sí, es verdad, te dan un condón cuando entras y te hacen la prueba del sida».

Conny es una alemana algo más escéptica, pese aque mantiene inconmovible su fe en el yoga. Lleva en Suiza una línea de ropa pensada para practicantes de esta disciplina. Se interesó por cierto gurú del norte de India, tras leer sus libros y viajó hasta allí. «Mientras yo estaba meditando me metió la mano en la entrepierna con tanta violencia que me puse a llorar», confiesa. Un desengaño parecido, con Mia Farrow como protagonista, fue lo que provocó la precipitada partida de los Beatles y compañía de Riskikesh, no sin antes haber compuesto Sexy Sadie – originalmente titulada Maharishi-y la mayor parte de su White Album.

Naturalmente, para entrar en el mundo new age, hay que empezar por familiarizarse con su vocabulario: chakras,asana,karma…a ser posible, con un bastoncillo de incienso ardiendo. EnIndia se publica la revista Osho Times.

Su último número lidia, entre otras cosas, con el fracaso de los matrimonios por amor – en contraste con los matrimonios de conveniencia-citando con una ligereza asombrosa a Sartre, poniéndolo en plano de igualdad con Murphy (el de la ley de Murphy, imaginamos). O dando muestras de ignorancia hasta de la cultura india de la que se suponen conocedores: escriben que los sijs son vegetarianos, falso, puesto que comen pollo y cordero.

A Hiromi, japonesa, la encontramos en Dharamsala, morada de algunos miles de tibetanos, entre ellos el Dalai Lama. A pesar de que la han sentado en la misma mesa, ni saluda. Luego explica que llegó a Dharamsala para hacer un intensivo de diez días de meditación. «Son diez días sin hablar con nadie. Sólo se come arroz blanco y verduras. Se bebe agua. Pero hay gente que cuchichea en los dormitorios y que come galletas a escondidas. Ha sido purificador, pero con cinco días he tenido suficiente», explica, antes de avisar de que no repetirá.

India es uno de los países más materialistas del mundo, a la vez que uno de los más ritualistas. La relación con sus dioses es de transacción: yo te rezo para que me bendigas a mí y no al vecino, si no me funcionas, me busco a otro dios. Y los indios son los primeros sorprendidos por la supervivencia de la imagen espiritual creada por los filósofos románticos alemanes de principios del XIX. Aunque el baba semidesnudo y errante, cubierto de ceniza, con el que Alejandro se encontró hace 2.300 años, siga allí.

La India mística es sobre todo un producto de consumo adaptado al paladar occidental. El yoga es más popular en EE. UU. que en India, aunque en los últimos años el nacionalismo hindú de gran parte de la clase media los pegue por millones a las pantallas de televisión, a las siete de la mañana, para seguir los programas de Baba Ramdev. Un yogui que acaba de recurrir en los juzgados la sentencia que descriminaliza la homosexualidad en Delhi, calificándola de «enfermedad que debe ser curada».

Sudeep lleva la librería Pilgrims Book House, en Paharganj, especializada en literatura orientalizante. Él mismo es profesor de yoga. Sus clientes son casi todos europeos, pero cree que este tipo de turismo «ha decrecido». «El 90% no tienen un interés auténtico en profundizar. Es una moda». Sin embargo, sus estanterías albergan joyas morales como el Dhammapada, del indio más universal, Siddharta Gautama (Buda) o estéticas, como el Rig Veda, o ambas cosas a la vez, como el Baghavad Gita.

En el bazar de Pahar Ganj hay un chileno y un español que venden artesanía en las ramblas de Barcelonayque llevan 30 años viniendo a India. Recuerdan cuando la mayoría de los hombres todavía vestía con dhoti en lugar de pantalones «A Shiva le puedes dar lo que quieras, hasta carne», meexplica el más joven, bajo anonimato. «Con los babas he tenido historias alucinantes».Apesar de su experiencia, no se ahorran volver con diarrea de Mathura, la ciudad de Krishna –donde por cierto, según me aseguran, «los Hare Krishna están mal vistos». No hace falta ir tan lejos para ver Hare Krishnas, basta con acercarse a su templo de Delhi, que aunque es un bodrio arquitectónico, sirve buena cocina vegetariana. Algún occidental que peina canas, con su hijo de la mano, se echa al suelo en señal de veneración a Krishna –recordando viejos tiempos- cuando suenan las trompetas y se descubre su imagen. Más conmovedor es el minimalista y cercano templo del Loto, de los Baha’i.

Para los hindúes y budistas el mundo exterior es pura ilusión. Lo importante es el conocimiento –y control- de uno mismo. En la era del yo, India tiene su lugar. La llamada de la India mística, de los beatkniks, tuvo su continuidad, desde el eco de la Calcuta superpoblada de los setenta, a menudo laica y menos alucinógena, a los cooperantes. Del yo al nosotros, omejor dicho, a los otros. A los místicos les siguieron la carne de ONG y, desde hace un par de años, cada vez más, los que vienen a hacer negocios, procurándose la mejor burbuja posible. Otro individualismo feroz, esta vez descarnado y sin guirnaldas, ni incienso, ni amuletos más allá del Sensex.

Si no hay atajos para el conocimiento, aún menos para el conocimiento de una cultura exótica, algo de lo que da fe Òscar Pujol, sanscritista con dos décadas de residencia en India y que al mismo tiempo que declara que «India tuvo a suMaquiavelo, Kautilya, mil años antes que Europa» no tiene empacho en admitir su escepticismo sobre cualquier curso acelerado de introducción a una civilización milenaria. Aunque la empanada mental, con curry, quede más disimulada.