El País (España), Enrique Javier Díez, 25.03.2023
Como católico practicante coincido con el reconocido teólogo Juan José Tamayo quien analiza en su libro La Internacional del Odi” el cristoneofascismo, la alianza entre el neofascismo legitimado por el capitalismo y el fundamentalismo integrista religioso apoyado por una parte de la jerarquía eclesiástica española.
Es incomprensible cómo los distintos gobiernos en España siguen manteniendo los acuerdos posfranquistas con el Vaticano, la enseñanza confesional en la escuela y no frenan las inmatriculaciones de bienes públicos por parte de la iglesia católica, dejando que pervivan e incluso resurjan y se expandan muchos restos del nacionalcatolicismo de la dictadura en España.
Este impulso del cristoneofascismo hispano coincide con la acelerada expansión de las iglesias evangélicas neopentecostales. Sus pastores y telepredicadores, a través de emisoras de radio y televisión, son promotores del “voto evangélico” ultraconservador. En Latinoamérica, donde llevan años expandiéndose, se han situado en cargos legislativos y locales, vinculados casi siempre a espacios de derecha y ultraderecha, para combatir la ampliación de derechos como la interrupción voluntaria del embarazo o el matrimonio igualitario e impulsar una agenda claramente neofascista. Sus postulados, de hecho, coinciden con buena parte de la ideología neofascista más reaccionaria del nacionalcatolicismo español.
España, un país que desde la Constitución de 1978 es aconfesional, la jerarquía católica española no solo tiene el privilegio de sus púlpitos y sus parroquias para expandir su doctrina, sino que ha impuesto la exigencia, a través de un acuerdo del final de la dictadura con un Estado extranjero (el Vaticano), para que todo centro público educativo se vea obligado a impartir su adoctrinamiento religioso mediante la oferta obligada de la asignatura de religión en todas las etapas escolares. Un país extranjero (quien lo reconozca como tal) impone a nuestro Estado cómo y con qué contenidos educar a la población. A pesar estar consagrada la aconfesionalidad en la propia Constitución española, que es la legislación máxima a la cual deben estar sometidas las demás, ningún gobierno la ha aplicado derogando esos acuerdos anticonstitucionales con el Vaticano.
Cuestiona la convivencia y provoca segregación
La introducción de cualquier asignatura confesional en la escuela supone una grave vulneración de los Derechos de la Infancia y el Derecho a la libertad de conciencia, como recoge la Declaración de los Derechos del Niño y de la Niña de 1959 y la Convención de 1989, que rechazan el adoctrinamiento y el proselitismo religioso. Además, al separar a las niñas y a los niños que comparten toda la jornada escolar y sacar de su clase a quienes no reciben religión, se dificulta su convivencia, entendimiento y cohesión social.
La presencia de una religión en la escuela sea la que sea, de su enseñanza y sus símbolos, constituye un obstáculo para construir solidaridad en la diversidad, el mestizaje y la multiculturalidad. Y no se trata sólo de favorecer las buenas relaciones entre la diversidad de creencias sino de garantizar el respeto y la pluralidad también con las personas que no tienen religión, que no creen en ningún dios. Puesto que también podrían demandar que haya una asignatura evaluable de “ateísmo científico” desde infantil, con dos horas semanales como la de religión, y que para quienes no quisieran cursar ateísmo científico se imparta, como alternativa, la asignatura de agnosticismo.
Frente a ello, lo que parece lógico es que tanto las personas creyentes como las ateas y las agnósticas opten por vivir en la privacidad sus propias creencias, aplicando en todos los ámbitos la separación entre iglesia y estado.
Catequesis y dogmas
Habría que preguntarse por el empeño de la jerarquía católica en exigir una asignatura específica en todas las escuelas dedicada a su catequesis. Porque es indudable que el currículum de la enseñanza de la religión católica centrado en dogmas religiosos, diseñado por la conferencia episcopal, convierte la clase de religión en catequesis, pese a que explícitamente afirme que huye de “la finalidad catequética o del adoctrinamiento”. Enseñar dogmas religiosos no solo va en contra del pensamiento crítico y de la autonomía personal, sino que hay contenidos que entran en franca contradicción con la razón, la ciencia y con derechos humanos, como la libertad de orientación sexual y la igualdad y la libertad de las mujeres, entre otros.
No tenemos más que mirar los libros de texto aprobados en esa asignatura para cuestionarnos la constitucionalidad de algunas de sus enseñanzas. No aceptan la realidad de los nuevos modelos familiares y se empecinan en su retrógrada concepción de la sexualidad humana, negando la diversidad sexual reconocida ya por la legislación, o el derecho al propio cuerpo, a la libertad sexual y a la anticoncepción. Introducen enseñanzas que cuestionan la educación en igualdad entre hombres y mujeres y siguen defendiendo un modelo de familia patriarcal en la que los roles y estereotipos de mujeres y hombres nos recuerdan a épocas pasadas. El teólogo Juan José Tamayo constata que: “los contenidos son en su totalidad catequéticos con tendencia al fundamentalismo; el pensamiento que se transmite es androcéntrico; el lenguaje, patriarcal; la concepción del cristianismo, mítica; el planteamiento de la fe, dogmático; la exposición, anacrónica”.
Sin olvidar, por otra parte, que esas clases de religión están a cargo de una legión de catequistas. Han sido nombrados “a dedo” por la jerarquía eclesiástica según su fidelidad a la doctrina, pero con el mismo sueldo financiado públicamente (680 millones de euros al año) que un profesor o profesora que ha debido cursar una carrera y aprobar una prueba selectiva basada en los principios de igualdad, mérito y capacidad. Además, la jerarquía católica puede despedirlos cuando quiera y por razones ajenas completamente a su labor docente. Mientras en las demás asignaturas se fomenta el respeto a todas las personas al margen de su estado civil, la jerarquía católica despide, por ejemplo, a sus profesoras de religión porque se divorcian.
Más de quince mil verdaderos “delegados diocesanos” figuran como personal laboral en los centros escolares de titularidad pública (así lo estableció la ley educativa LOE y lo han mantenido las siguientes leyes). Además, no se limitan a impartir catecismo a los escolares que asisten a religión, sino que suelen hacer proselitismo católico en ocasiones muy integrista.
Pedagogía laica
Debemos abogar por una educación plenamente laica. La laicidad de las instituciones públicas es la mejor garantía para una convivencia plural en la que todas las personas sean acogidas en igualdad de condiciones, sin privilegios ni discriminaciones. Tanto las católicas como las musulmanas, las ateas, las agnósticas o las protestantes, etc.
La actitud laica tiene dos componentes: libertad de conciencia y neutralidad del Estado en materia religiosa. Cada persona es libre de ser o no religiosa y de abrazar la religión que quiera, mientras que el Estado debe abstenerse y mantenerse al margen de estas creencias y prácticas personales. En este sentido, el laicismo busca separar esferas (el saber de la fe, la política de la religión, el estado de las iglesias), para garantizar la libertad de conciencia y posibilitar la convivencia entre quienes no tienen las mismas convicciones.
La religión fuera de la escuela
Todas las religiones, incluida la católica, deben ocupar el lugar que les corresponde en democracia: la sociedad civil, no la escuela; que debe quedar libre de cualquier proselitismo religioso. El espacio adecuado para cultivar la fe en una sociedad en la que hay libertad religiosa son los lugares de culto: parroquias, mezquitas, sinagogas u otros.
La Escuela ha de ser laica para ser de todos y todas, para que en ella todas las personas nos reconozcamos, al margen de cuáles sean nuestras creencias, que son un asunto privado. Por eso, la religión no debe formar parte del currículo. No por motivos antirreligiosos, sino desde un planteamiento pedagógico y social beneficioso para el desarrollo de la racionalidad del menor de edad, de su independencia y autonomía personal, para la que debe ser educado libremente sin que le enseñen creencias que predispongan su mente a comportamientos o dogmas que condicionen su personalidad desde la infancia.
Además, la religión ya se explica e imparte en la mayor parte de las materias que se estudian a lo largo de la escolaridad (la católica en España y Latinoamérica, la judía en su zona de influencia, igual que la musulmana o la budista). En el currículum español, por ejemplo, se referencia y se explica la religión católica para analizar el estilo arquitectónico de un templo, para explicar el Camino de Santiago medieval o un cuadro de Velázquez o una partitura de Bach, para adentrarse en la literatura del siglo de oro o el origen de la lengua castellana y, sobre todo, para comprender la mayor parte de la historia de este país.
La religión católica actualmente tiene una carga horaria superior a la de contenidos tan importantes como la educación física o la educación artística. Es más, las clases de religión restan muchísimas horas lectivas a las demás asignaturas, que sí son importantes y acordadas por toda la comunidad educativa y social.
En un Estado aconfesional como el que hemos adoptado en la Constitución española, con libertad de culto, se debería impulsar y fortalecer una escuela laica, como instrumento plural, defensor de los derechos humanos y libertades. En todo caso el art. 27.3 de la Constitución española recoge el derecho de las familias a que sus hijas e hijos «reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». Pero no a que esta formación sea impartida en los centros educativos, y menos financiada por el Estado.
Las familias que quieran que sus hijas e hijos reciban formación de religiosa son muy libres de hacerlo, pero evidentemente al margen del sistema educativo. Para eso están las parroquias, las mezquitas y los espacios de las diferentes religiones donde pueden recibir esa formación religiosa y moral y practicarla.
En definitiva, la Escuela debe superar esta forma de adoctrinamiento y ser el lugar para educar en conocimientos científicos universales, en valores cívicos y universales. Cada religión, que es una creencia entre otras muchas, debe difundirse en todo caso en el ámbito privado de la familia y los lugares de culto. Necesitamos una escuela laica, donde se sientan cómodos tanto las personas no creyentes como las creyentes. Por eso debemos negarnos a que con el dinero público se financie ningún tipo de adoctrinamiento religioso. La escuela un lugar para razonar y no para creer.
Enrique Javier Díez Gutiérrez es profesor de la Facultad de Educación de la Universidad de León.