La Razón (España), Ignacio Crespo, 27.04.2020

No estamos pasando por un buen momento. La epidemia está remitiendo, al menos por ahora, pero a su paso deja muertos, despidos y angustia; deja una huella que ojalá pudiéramos borrar. Pero ¿podemos? La vacuna no está a la vuelta de la esquina y algunos tratamientos que parecían prometedores han sido descartados. Sin ellos, la salida del confinamiento se presenta lenta y su sombra larga. Precisamente por eso, porque necesitamos un bálsamo de fierabrás que nos devuelva a la normalidad, estamos dispuestos a arriesgarnos, a probar lo improbable y a correr riesgos. O al menos, así es como piensa una parte de la población que, durante el confinamiento, ha empezado a abrazar a las llamadas medicinas alternativas.

Un ejemplo es el MMS, un compuesto capaz de convertir las redes sociales en una batalla campal, enfrentando en encarnizados debates a seguidores y detractores. Según afirman quienes lo recomiendan, el MMS es capaz de tratar no solo el coronavirus, sino todo tipo de dolencias: desde una conjuntivitis hasta el mismo VIH. ¿Es esto cierto? Si así lo fuera ¿por qué no se está comercializando? ¿Quién se beneficia de toda esta polémica? Para saberlo tendremos que sumergirnos en el tema, más allá de las opiniones y dejando a un lado los prejuicios.

¿Qué es el MMS?

Estrictamente el MMS está compuesto por clorito de sodio (NaClO2) y recibe su nombre de las siglas inglesas de “Solución Mineral Milagrosa”, o “Solución Mineral Maestra”. No obstante, esto nos dice bastante poco. De hecho, es posible que hayas escuchado que, en el fondo, se trata de lejía, aunque esto no es exactamente cierto. Cuando hablamos de “lejía” lo que todos entendemos es ese producto con el que limpiamos nuestra casa, el cual no es clorito de sodio, sino hipoclorito de sodio (NaClO), así pues, no son lo mismo.

Sin embargo, ambas sustancias tienen algo en común, son altamente oxidantes. Esto significa que tiende a arrancar, de otras moléculas, unas partículas llamadas electrones sin los cuales su estructura se ve alterada. Y esa es la parte que tiene de verdad la afirmación, porque a estos compuestos tan oxidantes, en química suele llamárseles “lejías”, de forma genérica. Debido a estas similitudes químicas, el clorito de sodio se usa para la purificación de agua, la limpieza y desinfección de superficies e incluso blanqueamiento de papel. No obstante, el MMS no es lo mismo que la lejía que tenemos en nuestras casas.

En cualquier caso, el uso que nos interesa ahora es otro, el cual empezó a popularizarse en 2006, a raíz de un libro titulado: La Solución Mineral Milagrosa del Siglo XXI. Jim Humble, el autor, cuenta en él cómo, buscando oro en Guayana, parte de sus compañeros de trabajo cayeron enfermos. Aparentemente sufrían paludismo, una enfermedad causada por parásitos del género Plasmodium y más conocida como “malaria”. Dado que la situación de sus compañeros empeoraba y no había forma de contactar con un sanitario, Jim tuvo que improvisar. Así pues, decidió darle a cada uno tres gotas del líquido que usaban para potabilizar el agua de sus cantimploras, clorito de sodio. Cuenta el libro que el resultado fue sorprendente y que en unas horas todos los síntomas habían remitido gracias a aquella sustancia.

Algunas dificultades

Lo cierto es que existen algunas dudas sobre estos hechos. En primer lugar, los compañeros de Jim no fueron diagnosticados oficialmente, por lo que, sin las pruebas pertinentes, es difícil saber si padecían realmente la malaria. Por otro lado, la historia se sostiene únicamente en el testimonio del propio Jim, lo cual no es malo, pero sí insuficiente para arriesgarnos a recomendar su uso. Aunque, por supuesto, que la narración de Jim no suponga una prueba de su eficacia no niega la veracidad del testimonio, tan solo la deja a la espera de datos más sólidos que la respalden.

Una vez de vuelta en Estados Unidos, Jim decidió compartir su descubrimiento, pero se encontró con algunas trabas. Al no contar con estudios que apoyaran la eficacia del MMS, las autoridades no podían legalizar su venta en clave de terapia. No obstante, existía una forma de puentear el problema. Jim creó la Iglesia de la Salud y la Sanación Genesis II. Aparentemente, el consumo de ciertas sustancias se vuelve legal si se produce por motivos religiosos, como ocurre con la ayahuasca. En cualquier caso, no podemos ni debemos juzgar las intenciones de Jim, y aunque estas fueran malas, no sería motivo para rechazar la eficacia del MMS, pues estaríamos cayendo en una falacia genética. En ellas se rechaza la validez de algo solo por su origen, por ejemplo: “Ser vegetariano es malo porque Hitler lo era”.

En estas mismas falacias caen aquellos que resaltan las declaraciones más controvertidas de Jim, en las que afirmaba ser emisario de una raza extraterrestre o haber sido ingeniero aeroespacial en la NASA, cuando todo apunta a que no contaba con el título. Como he dicho, todo esto no es relevante para valorar la eficacia del MMS, así que sigamos. ¿Cómo se supone que funciona?

¿Cómo funciona?

Aquellas personas que consumen MMS no lo hacen de forma directa. Este ha de ser mezclado con un ácido débil, principalmente ácido cítrico, como el de los limones, o clorhídrico como el que produce el estómago, solo que más diluido. Al hacer esto tendrá lugar una reacción compleja que, entre otras cosas, producirá dióxido de cloro, la molécula concreta a la que los defensores atribuyen las propiedades curativas. El dióxido de cloro es un gas un tanto inestable, más oxidante incluso que el clorito de sodio. Basándose en esto, quienes lo recomiendan indican que es capaz de arrancar electrones de la superficie de bacterias y virus destruyéndolos cualquier microorganismo peligroso en cuestión de horas. A fin de cuentas, este es el motivo por el que se usa para desinfectar superficies, pero parece que este paralelismo implica algunos problemas.

Sin duda, si aplicamos dióxido de cloro a microorganismos depositados sobre un pedazo de cristal, estos morirán. Aunque en estas condiciones in vitro casi cualquier sustancia obtendrá los mismos resultados, eliminando a los patógenos: desde el ácido sulfúrico hasta la radiación ultravioleta y, por supuesto, el propio fuego. No obstante, no podemos aplicarlos a la ligera en nuestro cuerpo, que es un entorno profundamente complejo lleno de interacciones y sorpresas. Ese es, precisamente, el motivo por el que resulta tan difícil predecir qué fármacos funcionarán hasta que los probamos realmente.

Conocemos la forma en que se comportan sustancias con las propiedades oxidantes del dióxido de cloro y efectivamente, son capaces de arrancar electrones, pero no solo a bacterias, virus, hongos y otros invasores que agredan a nuestro cuerpo. El dióxido de cloro es una molécula, no tiene voluntad ni sabe lo que está haciendo, por lo que reacciona ante todo con igual agresividad. No diferencia amigo de enemigo, afectando tanto a los patógenos como a las células de tu propio cuerpo, que recubren las paredes de tu boca y tu esófago, por donde el dióxido de cloro discurrirá hasta llegar al estómago.

Durante este viaje la amplia mayoría de la sustancia se habrá inactivado y la que reste seguirá afectando a las membranas de tus células y o a aquello que hayas ingerido. Incluso si llega algo de dióxido de cloro hasta tu intestino, tendrá que enfrentarse a una selva de bacterias, entre las cuales muy pocas son malignas, siendo la mayoría parte de tu beneficiosa microbiota, popularmente conocida como flora intestinal. Así pues ¿cómo se supone que consigue el MMS atacar solo a aquello que suponga un peligro?

La alcalinización del cuerpo

Otra de las explicaciones que suelen escucharse afirma que lo que realmente hace este compuesto es que, durante este proceso de oxidación, aumenta el pH de nuestro cuerpo volviéndose más alcalino, lo cual destruye todo tipo de procesos malignos. Normalmente, para respaldar este argumento suele recurrirse al trabajo del premio Nobel en Medicina o Fisiología de 1931, Otto Heinrich Warburg, quien apreció que los tumores se relacionan con entornos de pH bajo, o sea, ácidos. No obstante, esto no quiere decir que el cáncer se beneficie del medio ácido en el que se desarrolla, como muchos afirman. Las células cancerosas tienden a dividirse mucho y para ello consumen grandes cantidades de nutrientes. Al tener un metabolismo mayor, se producen en ellas reacciones químicas que, inevitablemente, acidifican el medio, pero como un residuo, no como un beneficio para el tumor. Así pues, cambiar el pH del medio no hará gran cosa, a no ser, por supuesto, que lo hagamos de forma extrema, en cuyo caso sufrirán tanto las células tumorales como el resto de las que nos forman.

Es más, sabemos que es muy difícil que lo que comamos sea capaz de alterar significativamente nuestra acidez. El cuerpo intenta mantenerse estable, independientemente de lo que ocurra en el exterior. Si hace frío tratamos de producir calor, si no encontramos agua reducimos las pérdidas concentrando la orina, y si nuestro pH se altera también ponemos en marcha mecanismos que permiten regularlo. Este concepto se llama homeostasis y a él le debemos la vida, porque de otro modo dependeríamos completamente de los caprichosos cambios de nuestro entorno. Un ejemplo de estos mecanismos es la propia respiración. De hecho, si nos forzamos a respirar apresuradamente podemos eliminar tanto dióxido de carbono de nuestra sangre que entremos en lo que se llama alcalosis respiratoria, siendo posible que perdamos la consciencia. Porque claro, alcalinizarnos más de la cuenta tampoco es recomendable. Por cauces algo distintos actúa el bicarbonato, que funciona como una sustancia tampón, lo cual significa que ayuda a reducir la acidez de la sangre.

En cualquier caso, la justificación del pH amplió los horizontes del MMS, haciendo que algunos de sus defensores afirmaran que no solo podía tratar enfermedades infecciosas, sino cánceres, diabetes, o incluso el autismo. Teniendo esto en cuenta, era cuestión de tiempo que se propusiera su uso para tratar el coronavirus. Aunque como hemos visto, si nos fiamos de la teoría, el MMS no puede hacer nada para cambiar nuestro pH, ni sanguíneo, ni estomacal. O, dicho de otro modo, para que el MMS funcione haría falta que los conocimientos médicos más básicos fueran falsos, algo que parece poco probable porque gracias a ellos hemos podido revolucionar la calidad de vida, erradicando algunas enfermedades y tratando lo que se creía imposible tratar. En cualquier caso, la historia de la ciencia se caracteriza porque, de vez en cuando, ideas que se creían claras y asentadas empiezan a mostrar brechas. Las teoría puede fallar, pero poniendo las cosas en práctica es como podemos comprobarlas de verdad, así que ¿qué dicen los datos?

Las experiencias

Cuando se discuten estos temas suele ocurrir lo siguiente: un grupo de personas afirma algo controvertido y entonces sus detractores piden pruebas de tal cosa, pero cuando los defensores las aportan no parecen complacer a los contrarios. Siempre ocurre del mismo modo y es bastante irritante, pero hasta cierto punto tiene sentido. A fin de cuentas, son multitud las cosas que no existen y demostrar su inexistencia no siempre es posible, por eso, lo ideal es dejarlas a un lado y no aceptar hasta que se presenten las pruebas suficientes. Es lo que se conoce la navaja de Hitchens y aunque está justificada, puede resultar algo desesperante en las discusiones, convirtiendo a uno de los bandos en una pared que no necesita aportar nada para sostener su punto de vista, al menos hasta que aparezcan pruebas sólidas contra su argumento.

A esto le sigue la fase dos, en la que las pruebas presentadas no parecen ser “lo bastante buenas” para los detractores. Dichas evidencias suelen ser testimonios personales, gente que ha probado el MMS, por ejemplo, y dice haberse curado de sus dolencias. Por supuesto que esto son pruebas, pero para tener un debate sano necesitamos entender que no son suficientes, porque como en el caso del libro de Jim Humble, se fundamentan en la experiencia subjetiva de una sola persona. Nuestros cerebros no son perfectos y encontramos caras dibujadas en la tapa de las alcantarillas, nubes con forma de animales y significados ocultos en las canciones. Nos equivocamos con frecuencia y tendemos a adaptar la realidad al molde de lo que queremos ver, así que, con tantos sesgos, podemos fiarnos bastante poco de nuestros sentidos.

Un ejemplo relacionado con la polémica del MMS, es que tendemos a hacernos eco de los casos extremos. Es fácil encontrar testimonios de las personas que dicen haber mejorado tras el consumo y por supuesto, también es sencillo localizar gente que ha experimentado efectos secundarios desagradables. Es más, si nos centramos en casos individuales podemos hablar incluso de la historia de Silvia Fink Solis, que según indicó la autopsia, murió debido a la metahemoglobinemia provocada por el consumo de MMS. Pero sabemos que nuestros cuerpos son diferentes y que ni siquiera los fármacos aprobados funcionan del mismo modo en cada uno de nosotros, así que no conviene utilizar estos casos individuales para justificar la eficacia de un tratamiento, por eso necesitamos estudios científicos.

Algo más imparcial

No pretendemos afirmar que la ciencia sea la única forma de obtener conocimiento, pero es lo más parecido que existe en sanidad a un “control de calidad”. Cuando compramos un electrodoméstico queremos que funcione como nos ha prometido el vendedor y si no lo hace nos sentiremos estafados y trataremos de que nos devuelvan el dinero. Para evitar este tipo de situaciones, muchos productos han de someterse a controles que avalen su seguridad y correcto funcionamiento. No es una garantía absoluta, pero es lo mejor que tenemos. Con los tratamientos ocurre algo parecido, necesitamos pruebas suficientemente sólidas de que realmente hacen aquello que las empresas afirman.

La mejor forma de probarlo es buscar la mayor objetividad posible, tratando de eliminar todo aquello que pueda condicionar nuestro juicio tanto en una dirección como en la contraria. Una de las claves, por ejemplo, es estudiar a muchas personas. Pensemos en una moneda, para saber si está trucada no llegará con que la tiremos al aire un par de veces y en ambas obtengamos cruz. Eso es algo que ocurrirá una de cada cuatro ocasiones por puro azar. Sin embargo, si tras tirarla 100 veces solo han salido 10 caras, podremos empezar a sospechar, porque una cosa así es extremadamente difícil que ocurra por casualidad, ha de haber algo más.

No obstante, aumentar el número de sujetos de estudio es solo una de las formas de mejorar la calidad de las investigaciones. Otra manera, por ejemplo, es añadiendo un grupo de sujetos que serán tratados con un falso medicamento llamado placebo o bien con el tratamiento ya aprobado para la enfermedad a estudiar. De este modo, se podrán compara los resultados obtenidos con los del grupo tratado con el fármaco que queremos probar, y así saber si realmente aporta algo nuevo. En esta misma línea puede añadirse el famoso doble ciego que evita que el sujeto y el médico sepan quienes están siendo tratados con placebo, lo cual evita que las expectativas influyan en los resultados. Es más, si nos ponemos extremos existe incluso el triple ciego, donde quienes analizan los datos tampoco saben qué consume cada grupo.

Ese es el motivo por el que se solicitan estudios sólidos y bien diseñados, para evitar los sesgos y porque según el artículo 26 del código deontológico, que rige la ética de los médicos, estos han de emplear preferentemente procedimientos y fármacos cuya eficacia se haya demostrado científicamente, no siendo éticas las prácticas carentes de base científica. Porque puede que nunca vayamos a estar seguros al 100% de que un tratamiento funcione o de que sea seguro, pero esta es la manera en que más cerca estaremos de una certeza absoluta. Entonces ¿existen estudios sólidos?

¿Existen estudios sólidos?

Hay estudios que afirman la seguridad y efectividad del MMS. Eso es así. El problema es que valorarlos es algo espinoso. Como hemos dicho no todos los estudios tienen la misma fiabilidad y analizarlos es tan complejo que existen científicos especialmente entrenados en diseñar la metodología de un estudio para que este tenga la mayor validez posible. A grandes rasgos, esto se suele explicar con la pirámide de la evidencia, donde cada altura representa un tipo de estudio, situando en la base los menos fiables y en la cúspide lo mejor a lo que podemos aspirar. En la base nos encontramos testimonios, opiniones de expertos y, según la versión de dicha pirámide, estudios in vitro o con animales. De hecho, estas evidencias son tan poco fiables que muchas veces ni se muestran en las pirámides. Por eso decimos que estas fuentes no nos da suficiente seguridad como para aprobar el consumo en humanos, pero tampoco lo conseguimos con los niveles inmediatamente superiores. La pieza clave para permitir la venta de un fármaco está en el penúltimo piso de la pirámide: los ensayos clínicos.

Si profundizamos más en los estudios que parecen apoyar el uso de MMS encontraremos que muchos han sido realizados en placas de cultivo o en animales. Los que son con personas no suelen tener la estructura de un ensayo clínico y normalmente tienen fallos metodológicos que comprometen sus conclusiones: un tiempo de seguimiento excesivamente corto, pocos sujetos, un diagnóstico impreciso o incluso la manipulación de datos. Aunque no nos confundamos, estos fallos ocurren en la ciencia con más frecuencia de la que nos gustaría, pero precisamente por ello tenemos que aprender a detectarlos y rechazar las conclusiones de los estudios que presenten estos errores, vengan de quien vengan.

Patentes y ensayos

A pesar de todo esto, es posible que hayas visto algunas patentes correctamente registradas que afirman las propiedades curativas del MMS, el CDS y sus derivados. Son completamente reales, en ellas no hay ningún tipo de truco. Lo que ocurre es que las patentes no aseguran que algo funcione. Es cierto que las oficinas cuentan con asesores especializados que ayudan a valorar la evidencia aportada, pero sus estándares no son necesariamente los que precisa la industria y se centran más en los aspectos legales que en los científicos. Si nos ponemos a investigar encontraremos todo tipo de patentes extrañas que jamás funcionaron, como, por ejemplo, una camilla de partos que giraba sobre sí misma para, con la fuerza centrífuga, ayudar a expulsar al bebé, que sería recogido por una red.

No obstante, es cierto que existen algunos estudios que aparentemente cumplen los criterios para ser considerados ensayos clínicos, aunque tambien tienen sus problemas. Algunos, como el famoso ensayo que supuestamente realizó la Cruz Roja en Uganda usando MMS contra la malaria, ha sido desmentido por la propia institución. Otros, más sutiles, no han sido aceptados por los organismos pertinentes, como un comité ético, por lo que tampoco pueden considerarse estudios aptos.

Lo que sí está demostrado más allá de toda duda es que existen concentraciones de clorito de sodio no peligrosas y capaces de destruir virus y bacterias, pero solo en el exterior de nuestro cuerpo. De hecho, estas también cuentan con patentes, pero no debemos confundirlas, porque no son para consumo. En resumen, parece que no existen ensayos clínicos que demuestren la seguridad ni la eficacia del MMS y hasta tenerlos no podemos aceptar su uso, por simple precaución. Pero ¿por qué no existen? ¿No se ha intentado o es que hay a quien no le interesa que se investigue?

¿Por qué no se investiga?

Como hemos dicho antes, probar un nuevo tratamiento en humanos tiene riesgos y la idea es minimizarlos todo lo posible. Antes de usarlo en seres vivos, por ejemplo, han de hacerse experimentos con cultivos celulares para ver si el producto muestra la actividad que esperamos. Teóricamente, solo si supera estas pruebas se empezará a estudiar en animales, para conocer cómo se comporta, sus efectos y sobre todo su toxicidad.

Una vez completada esta fase sabremos si existe una dosis segura y con efectos interesantes en animales, así que si todo ha salido bien, pasaremos a probarlo en humanos. La primera fase clínica tomará a pocas personas y estudiará qué dosis son realmente seguras. Sabiendo ya la dosis tóxica se pasará a la segunda fase, en la que se estudiarán los efectos en humanos y la dosis mínima a la que el fármaco sigue siendo eficaz. Con estos datos sabremos en qué cantidades podemos administrar el fármaco, lo que se llama rango terapéutico, y por fin podemos entrar en la fase tres. En ella se incluirá a muchos sujetos, cientos, o a ser posible miles y se comparará la eficacia del tratamiento con un control, que consiste o bien en un placebo o en el fármaco empleado hasta entonces para la enfermedad en cuestión. Si en esta última fase el fármaco de estudio demuestra ser más eficaz que el control, podrá ser aprobado, al menos durante un tiempo, porque empezará entonces una fase cuatro para comprobar las consecuencias a largo plazo y así poder retirar el fármaco del mercado ante la detección de cualquier efecto adverso no detectado en las otras fases.

Todo esto es lo que ha de superar un fármaco antes de salir al mercado, que no es poco. Como ves, los medicamentos son, posiblemente, de los productos con más controles de seguridad que podemos encontrar y, si ni siquiera así son perfectos, imaginemos los riesgos de permitir la venta de tratamientos que no hayan pasado estos controles. En el caso del MMS, no se han permitido oficialmente ensayos clínicos porque las fases preclínicas no son concluyentes y no parece haber un claro beneficio como para asumir el riesgo que supone probarlo en humanos, porque hasta donde sabemos, el MMS es peligroso y por eso su consumo ha sido considerado ilegal por la Agencia Española del Medicamento y Productos Sanitarios y desaconsejado por la FDA.

¿Realmente es peligroso?

La respuesta no es fácil, porque evidentemente, depende de la cantidad. Jim Humble, como decíamos, comenzó dándole tres gotas a sus compañeros, pero pronto lo subió a 30. Hace unos meses los defensores del MMS recomendaban cantidades que llegaban a los 700 mg por litro de agua. Ahora, sin embargo, han disminuido notablemente la dosis y aconsejan unos 27 mg por litro. ¿Es esto peligroso? Algunos afirman que no, ya que se considera seguro usar 100 mg por litro para la limpieza de superficies. De hecho, cuando limpiamos el suelo utilizamos volúmenes mucho mayores a los que solemos beber, por lo que la cantidad de MMS también será mayor incluso para la misma concentración. Sin embargo, este argumento tiene un fallo conceptual, y es que no podemos comparar estos usos, porque no es lo mismo limpiar el suelo con MMS que ingerirlo. De hecho, no se recomienda emplear más de 20 mg por litro para desinfectar los alimentos, y siguiendo la misma lógica que antes, dado que el agua que queda en las verduras tras lavarlas es mínima, hace sospechar que contendrá cantidades de MMS muy inferiores a las que se están recomendando beber.

Por otro lado, en muchos protocolos de quienes recomiendan el MMS se sugiere ir incrementando la dosis hasta donde el cuerpo tolere, sin indicar un límite. Es más, algunos de estos desaconsejan acudir al médico si se presentan efectos secundarios, afirmando que el dolor estomacal, los vómitos y la diarrea son señales de que el cuerpo está sanando. Algo que, al leerlo, nos hace reflexionar sobre todas las intoxicaciones que pueden estar pasándose por alto.

Y este es uno de los problemas, no existe una indicación clara. Cuando estudiamos concentraciones altas encontramos efectos tan peligrosos como anemia hemolítica, coagulación vascular diseminada o incluso fallo renal. Sin embargo, si lo reducimos lo suficiente, por debajo de 5 mg por litro, parece que no surgen efectos adversos a corto plazo. Sin embargo, para evitarlos a la larga es posible que haya que reducirlo a 1 mg por litro, como recomiendan las agencias de Salud pública. Aunque claro, en estos casos, la concentración se vuelve tan baja que es prácticamente despreciable y pierde incluso su eficacia in vitro. De hecho, aunque no se ha testado el clorito de sodio en ensayos clínicos, si se ha probado una variante suya mucho menos concentrada, el NP001. En los dos ensayos clínicos realizados con estas sustancia se ha podido comprobar que, a dosis seguras, los efectos beneficiosos son nulos.

Los fármacos aprobados también son tóxicos

Puede que no conozcamos la toxicidad exacta del clorito de sodio ingerido en humanos, pero sí sabemos de su peligrosidad en otros ámbitos. Aunque, pensando de este modo y teniendo en cuenta que muchos fármacos son igualmente agresivos, como los quimioterápicos ¿por qué se permitió experimentar con ellos y no con el MMS? Lo cierto es que existe un motivo, o mejor dicho: varios. Algunos fueron investigados mucho antes de que la bioética estuviera presente en la investigación biomédica, pero el resto se deben a un motivo más racional, y es que por tóxicos que sean no atacan indiscriminadamente.

Las propiedades desinfectantes del clorito de sodio son, como hemos dicho, de amplio espectro, atacan a todo, ese es el motivo por el que no solemos usar como medicamentos los mismos productos que utilizamos para desinfectar objetos, por mucho que el jabón y el alcohol cuenten con su eficacia. Los buenos antibióticos, quimioterápicos y otros fármacos son lo que se llama “balas mágicas”, capaces de actuar solo sobre algunas células entre las que están las que nos interesa eliminar y dejando al resto del cuerpo lo más intacto posible. Son francotiradores con más o menos puntería, pero muy distintos a una bola de demolición. No obstante, hay otro motivo más, porque los antibióticos no solo tienen menor riesgo, sino que el beneficio que ofrecen es mayor. En igualdad de condiciones, la capacidad bactericida de un antibiótico es muchísimo mayor que la que proporciona el clorito de sodio, incluso in vitro (al menos para la bacteria sobre la que éste actúa).

El interés económico

Finalmente, cabe hacerse una última pregunta ¿acaso hay un interés económico detrás de este debate? Normalmente se escucha que “las farmacéuticas buscan cronificar las enfermedades y que por lo tanto no quieren que salga al mercado una cura tan barata como el MMS que, además, no puede ser patentado”. Nadie niega que las farmacéuticas se mueven muchas veces por intereses poco éticos y, de hecho, hace falta seguir luchando para reducir los conflictos de intereses y hace transparentes las relaciones entre investigadores, profesionales sanitarios y empresas farmacéuticas. Lo que ocurre es que, incluso desde un punto de vista puramente económico, las farmacéuticas no tendrían motivos para ocultar la eficacia de algo como el clorito de sodio.

Imaginemos un fármaco capaz de curar la diabetes con una sola administración, un paciente podría elegir entre pagar uno más barato pero muchísimas veces durante lo que le queda de vida, o bien otro bastante más caro, pero una sola vez. Sentirse libre de la enfermedad sería suficiente como para empujar a buena parte del mercado a favor del nuevo fármaco. Por otro lado, este nuevo tratamiento sería mucho más barato de producir al necesitar menos administraciones por consumidor y se seguiría comercializando sin descanso, porque constantemente son diagnosticadas nuevas enfermedades en personas de todas las edades. El modelo de negocio de un medicamento “milagro” es viable, y la farmacéutica que se haga con él podría hundir a la competencia. Todo ello por no hablar de la buena prensa y el lavado de cara que le proporcionaría.

En cuanto a la patente, no sería un problema. Muchos de los fármacos patentados tienen principios activos que se extraen de la naturaleza, pero su administración tal cual resulta peligrosa, tiene efectos indeseados, o simplemente es subóptima, por lo que se adaptan en los laboratorios dosificándolos y mezclándolos con otros compuestos. El resultado de ese proceso es patentable y en ellos se basan buena parte de los productos de las empresas farmacéuticas. Incluso si el principio activo resultara ser muy barato, podrían encarecerlo, de hecho, es algo que ya se está haciendo.

Por otro lado, sí debemos preguntarnos “¿quién se beneficia de todo esto?”. Porque cuando hablamos de defensores del MMS no solo se trata de personas bienintencionadas. Del mismo modo que la industria farmacéutica antepone a veces el dinero a la ética, quienes venden el MMS para su consumo también lo hacen. A pesar de su aire altruista, tras ellos hay empresas que facturan varios millones al año. Hablamos de botellas de 140 mililitros, que, si bien duran bastante, cuestan más de 25 euros. Dado que los costes de producción del clorito de sodio son mínimos, estamos hablando de un margen de beneficios muy superior al 1000%, algo difícil de justifica y que da la vuelta a la tortilla. Incluso si las farmacéuticas tuvieran interés en no comercializar el MMS, hay mucha otra gente que está haciendo negocio con él y donde hay dinero hay conflicto de intereses.

El MMS no ha demostrado poder curar nada en humanos ni cuenta con ensayos clínicos sólidos. Por contra, su toxicidad sí ha sido probada, por lo que su uso guarda una mala relación entre riesgos y beneficios como para convertirse en un candidato de estudio. Y finalmente, no es de extrañar que quien hace negocio defienda su producto a toda costa, incluso cuando la evidencia es nula, porque sus lentejas dependen de ello. Así que sí. Hay en cierto modo una conspiración. Existen personas que no quieren que sepas la verdad sobre el MMS, porque las ventas caerían y su negocio estaría en riesgo. Por eso acusan a otros, desviando la atención, señalando conspiraciones falsas para esconder la verdadera: el MMS no funciona, ni contra el COVID-19 ni contra otras enfermedades.