La Vanguardia (España), Pedro Vallín, 18.11.2024

Volar bajo el radar es la mejor forma de adentrarse en territorio enemigo sin ameritar misiles, y así es como la nueva ultraderecha cruzó los linderos de nuestra democracia, a través de redes sociales, canales de mensajería, foros o proveedores de contenido digital, lejos de los canales convencionales. Sacar la cabeza y convertirse en un punto brillante en la pantalla del controlador es como poner el culo en pompa ante el fuego antiaéreo. Por eso, de pronto, todo el gremio periodístico se ha puesto en guardia al detectar que programas de entretenimiento, ocultismo y fantasmagorías han pretendido hacerse pasar por informativos de investigación y convertir a los cazafantasmas al frente de esas ferias de monstruos en periodistas de relumbrón, para colocar bulos ultraderechistas en la conversación del país. Una parte del oficio está perplejo con la deriva del gurú español del asunto, Iker Jiménez Elizari (Vitoria, 1973), pillado in fraganti por sus intoxicaciones y bulos sobre la DANA de Valencia, un domador de chupacabras que a su vez amenaza al oficio periodístico con contraatacar con grandes revelaciones.

¿Pero es tan insólito que tras los shows de ufólogos, espiritistas y demás buhoneros del misterio, lectores de los posos de café, latan pulsiones de ultraderecha? En absoluto. De hecho, lo sorprendente es que sorprenda. Lo inopinado siempre ha sido lo contrario, que las fuerzas democráticas profesen creencias esotéricas; raro, hasta el punto de que el divulgador científico Mauricio José Schwartz (México, 1955) dedicó un divertido libro a la deriva romántica de un sector del progresismo posthippy titulado La izquierda feng-shui (Ariel, 2017), donde alertaba de que un sector del progresismo estaba abrazando hipótesis neopastoriles y reaccionarias respecto a la ciencia y promocionando toda suerte de supuestos saberes ancestrales, pseudoterapias de herbolario y teorías de la conspiración. Si han escuchado últimamente a Miguel Bosé, no hay mucho más que explicar.

Que el pensamiento mágico es contrario al progreso de las sociedades libres es una obviedad que salta a la vista con la mera observación de las raíces semánticas antitéticas de los términos “ilustración” y “ocultismo”. De ahí la tremenda pasión esotérica del fascismo italiano y el nazismo alemán, una yunta paradójica entre futurismo científico y fetichismo mágico que dio lugar a muchísima literatura académica y que llegó a convertirse en acervo, en cultura pop, con la búsqueda de tesoros arqueológicos de Indiana Jones como cumbre. El afán del héroe del látigo por llevar vestigios arqueológicos a los museos entraba en disputa con el furor expoliador de los coleccionistas privados, pero sobre todo con la obsesión nazi por los objetos religiosos antiguos, a los que el régimen hitleriano atribuía poderes mágicos acreditativos de la superioridad aira.

Las historias al respecto son conocidas: la Sociedad Thule fue una organización esotérica y ultranacionalista que influyó mucho en el pensamiento de figuras clave del Reich como Rudolf Hess y Heinrich Himmler, obsesionados con el supuesto poder de reliquias cristianas como la lanza de Longinos, el Arca de la Alianza o el Santo Grial.

En el clásico El retorno de los brujos (DeBolsillo), Louis Pauwels y Jacques Bergier aseguran que “el nazismo no solo fue un fenómeno político o militar; fue también un ensayo de magia negra a gran escala, en el que se intentó reordenar el mundo mediante el uso de poderes ocultos”. Jacques Ravenne y Eric Giacometti, autores del célebre El triunfo de las tinieblas (Grijalbo) sostenían que Himmler, además de “un tecnócrata que orientó la Solución Final, era un iluminado capaz de lanzar a las SS en búsqueda del martillo de Thor y otras reliquias fantásticas a las que atribuía un poder real”. Y Trevor Ravenscroft, en The spear of destiny (Bantam), dice que “Hitler creía que la Lanza de Longinos no era solo un artefacto histórico, sino un objeto con poderes cósmicos, capaz de conferir el destino de las naciones a quien la poseyera”, y llega a afirmar que esa obsesión fetichista fue uno de los motores de la II Guerra Mundial, una de las razones de Hitler para ansiar el mundo. “El ocultismo proporciona un marco simbólico para la ideología racista y nacionalista”, sostiene Nicholas Goodrick-Clarke en otro clásico: Las oscuras raíces del nazismo (Planeta de libros).

Los antivacunas, terraplanistas y conspiranoicos que impulsan a Donald Trump, con la chifladura del movimiento QAnon a la cabeza, no son pues una novedad, como tampoco lo es que Iker Jiménez lleve años promoviendo todos los clichés suspicaces, toda la impregnación de la sospecha, de lo que Nick Land llama “la Ilustración Oscura”. Son la deriva natural e histórica del pensamiento antimoderno y encuentran eco en la sociedad contemporánea porque la modernidad es compleja y multiforme y el atavismo es simple. Si bien el interés en lo paranormal no lleva per se a abrazar ideologías de ultraderecha, mecanismos psicológicos como el ansia de certezas, la aversión a la ambigüedad del mundo, el pensamiento conspirativo y el rechazo a la autoridad institucional (pese a la transparencia obscena en la que habita hoy) predisponen a un público inquieto y sin formación a abrazar categorías políticas fuertes. Premodernas.

Al cabo, lo paranormal y el autoritarismo ofrecen respuestas simples y sentimentales (y falsas), ofrecen consuelo, a un mundo que parece arcano e imprevisible. El misterio y la esvástica juran ser el bálsamo de Fierabrás para la pavura de los pusilánimes. Aunque solo son un cuarto oscuro, frío y angosto donde, muertos de miedo, ocultarse de la intemperie. De sus tormentas y de su sol.