El País (México), Inés Santaeulalia, 25.01.2014

El mexicano José Barba, víctima de abusos sexuales de Maciel, y el investigador Fernando González cuestionan el proceso de refundación de la congregación.

«Yo sabía que no podía matarme, pero dos veces le pedí a Dios llorando de noche que no me dejara amanecer». José Barba cuenta los desvelos de aquellos días solitarios en Roma con las fechas y las horas aún intactas en la memoria. Su vida como legionario de Cristo empezó a los 10 años, cuando su madre lo sacó de los Altos de Jalisco (México) y lo llevó a la capital con el anhelo de tener un hijo cura. Siete años después, el fundador de la congregación, el también mexicano Marcial Maciel, abusó sexualmente del muchacho, que aguantó varios años en la congregación por respeto a su madre. Ella le escribía “si te sales, yo me muero”.

Desde México, cuna y sepulcro del pederasta Maciel (1920-2008), se sigue con frialdad la culminación del proceso de refundación ordenado por Ratzinger en 2010 y que llevan a cabo Los Legionarios de Cristo en el Vaticano desde comienzos de este mes. Barba está seguro de que la congregación seguirá existiendo como hasta ahora, pero con los retratos del fundador escondidos en un cajón. «La Iglesia cuando quiere tiene heroísmo, pero aquí hay un cálculo enorme que tiene mucho que ver con la financiación. ¡En el Vaticano están muertos de pánico! Les pueden encontrar muchas cosas en el clóset», asegura. Tras años de denuncias desoídas, ya no espera nada de la jerarquía de la Iglesia.

Los 61 delegados de los Legionarios de Cristo reunidos en Roma tomarán una decisión sobre su futuro, pero el papa Francisco se ha reservado la última palabra. Fernando M. González, investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y autor de varios libros sobre la Legión, cree que la idea de disolver la congregación ni se les pasa por la cabeza. «El Papa Francisco tiene un Papa vivo detrás que se quedó a mitad de camino con la pederastia, que le entregó el problema y se hizo a un lado, pero que está ahí. Un papa no puede contradecir a otro papa y el camino marcado por Ratzinger es conducir a la congregación hacia un camino de renovación y purificación». González tiene un listado con nombres y apellidos que señala directamente a más de 30 legionarios denunciados por pederastia que siguen perteneciendo a la congregación. “Sigue habiendo abusadores, ni los tocan”, sostiene.

“Yo por enojo diría que la Legión tiene que ser disuelta. Pero si llegaran a echar a toda esa gente, imagina cuánta se les podría volver en contra. ¿Cerrarían los colegios, las universidades? Solo sería posible si el Papa hiciera que pesara más la pureza de la Iglesia que el alto costo económico y judicial que tendría que asumir”, añade Barba.

Los Legionarios de Cristo nacieron en México a comienzos de los años 40 de la mano de un jovencísimo Maciel, después de la guerra cristera (1926-1929), que dio paso a una fiebre vocacional. Aprovecharon la desafección de las élites empresariales y familiares del país con los jesuitas, acusados de defender el comunismo a raíz del 68. El crecimiento fue muy rápido: seminarios, colegios, universidades, sede en Roma. Con el papa Juan Pablo II se convirtieron en una de las mayores fuentes de ingresos y de fieles del Vaticano.

Barba vivió como niño aquellos primeros años, en los que aún dudaban si llamarse Legionarios del Papa. Sostiene que fue escogido por rubio. A los elegidos los enviaban de México a Cantabria (España) y más tarde a Roma. «Escogían por inteligencia, pero sobre todo por güeritos [rubio en México], a los de ojos azules», cuenta. Pasó dos años en España y llegó a Italia con 15 años. «Ahí ya sí Maciel abusaba de todos, éramos noventa y tantos». Después de años de «depresión y profunda infelicidad», el chico abandonó la congregación en 1962. Con el tiempo se casó y tuvo tres hijos, además de dar clases en la Universidad de Harvard.

Las denuncias contra Maciel sobrevolaron la Iglesia desde sus comienzos.Por robo, por fraude, por pederastia, por drogadicción… Incluso en el año 1956, a raíz de una investigación iniciada por el Vaticano, fue expulsado durante un tiempo. Uno de los encargados de la investigación fue un carmelita que interrogó a Barba, apenas un año después de haber sufrido el primer abuso. «¿Qué piensas del padre Maciel? Que es un Santo. ¿Por qué? Porque sufre mucho. ¿Y cómo lo sabes? Porque yo lo he visto sufrir, en España y en la enfermería aquí en Roma». «Al nombrar la enfermería se le abrieron los ojos enormemente, en la enfermería pasaba todo…»

«Un día me manda llamar y yo estaba en los olivos de la piscina. Llego y me dice que me siente en la cama. Maciel está acostado y me dice que me acerque. De repente con naturalidad me dice que padece un dolor de las vías urinarias y yo, la verdad, es que estaba mareado y nervioso. Me dice que tiene permiso de su Santidad para que las monjitas le den un masaje y me pide que le haga yo eso. Él me mete la mano debajo de las sábanas, yo tenía la mano temblorosa y tensa, y me la saca: ‘¡No sabes hacerlo!’. Entonces se acerca y empieza a manipularme para que vea cómo se hace, yo le digo que no, que ya lo he entendido, pero está como loco. Me rompió el pantalón. Salí de allí llorando. No podía contarle a nadie».

El silencio impuesto se convirtió en el mejor aliado del fundador, dentro y fuera de la congregación. La investigación del 56 fue apartada y silenciada y Los Legionarios siguieron adquiriendo cada vez más poder. «Maciel tenía un arte diabólico, utilizó el sexo como elemento de poder con algunos los cardenales. La congregación estaba muy pertrechada en Roma a través de la servidumbre sexual, entre otras cosas», explica Barba. Para entender su progreso pese a las denuncias de abusos sexuales y de adicción a las drogas, González dice que «es fundamental la estructura de silenciamiento de la vida sexual de la Iglesia».

Incluso cuando ya varias víctimas, entre ellas Barba, habían denunciado públicamente a finales de los noventa los abusos del fundador, la Iglesia siguió haciendo oídos sordos. Barba recuerda en un viaje a Roma en 2002 como el penitenciario mayor de la Iglesia, Luigi de Magistris, se quedó atónito ante lo que le contaba pero le miró, señalando sus orejas, y le dijo: «Esto ha entrado por aquí pero de aquí no sale». El recuerdo lo enfurece: «¡Estos son los jerarcas de la Iglesia que detesto, son los que están arruinando a la Iglesia!».