Elentrerios, Jorge Riani, 14.08.2016

La noticia es escueta y poco novedosa. «Parejas seguidoras de la secta Moon de todo el mundo se han dado el ‘sí quiero’ en una ceremonia masiva».

Eso dice una nota muy breve, que no constituye novedad alguna, salvo que aporta el dato de que los casamientos masivos han continuado a pesar de que San Myung Moon ya lleva cuatro años de fallecido.

De nombre de pila desconocido, pero apellido multiplicado en todos los rincones del planeta, el «reverendo Moon» supo construir un verdadero imperio con su secta, en la que se reservaba para sí el rol de líder absoluto.

El «Washington Time» tuvo la primicia de su muerte, en septiembre de 2011 por una razón sencilla: el que estaba muriendo era su dueño.

La Guerra Fría, la endémica propagación del neoliberalismo en Latinoamérica y antes las dictaduras militares fueron el terreno fértil para la propagación de su secta.

Había nacido en un territorio de Corea del Norte, pero desarrolló su vida y su negocio desde su vecina capitalista: la Corea sureña, donde murió víctima de una fuerte neumonía.

En cualquier diario, sea de su propiedad o no, los cableros siempre supieron que Moon solía ser noticia, de tanto en tanto, por dos cuestiones: los casamientos masivos de sus fieles que organizaba en enormes estadios, y sus encuentros con encumbrados hombres de la política. Las fotos del reverendo junto a Ronald Reagan, George Bush o al mismísimo Park Chung Hee ya eran un clásico en las páginas de Internacionales.

Sin embargo, Moon se codeaba con personajes más importantes: afirmaba que tenía diálogos con Cristo, Buda y Moisés. No se andaba con chiquitas el coreano mesiánico.

Por eso los tres millones de seguidores le llamaban «el Verdadero Padre» y lo consideraban «más sabio que Salomón y más caritativo que Cristo».

No hay dudas de que Moon fue el más rico de los cuatro, en caso de que los otros tres hayan existido en sus atributos promocionados.

Se enriqueció con la industria armamentística, farmacéutica, con los astilleros, los medios de comunicación, las escuelas, el trabajo de sus tres millones de seguidores o los diezmos y donaciones que les hacían.

En una ceremonia monumental realizada en el estadio olímpico de Seúl, Moon casó a 20.000 parejas de su iglesia.

Entre ellos, había un entrerriano y una alemana que fueron unidos en matrimonio. Ese mismo día, entre una multitud, Alfredo conoció a Dagmar. Cuando se miraron por primera vez a los ojos ya eran marido y mujer.
El florista

Por esas cosas de los periodistas, un grupo de redactores de EL DIARIO de Paraná degustaba un plato de tzatziki y cordero, con una botella de Retsina blanco en un bar griego de la calle Belforstrasse, en Munich.

El calendario de junio de 1992 tenía aún la mitad de sus hojas por gastar. Además de este cronista, ocupaban un lugar en la esa mesa el periodista-mago Julio Vallana y el escritor Tomás Stefanovics, junto también a un grupito de trabajadores de la prensa alemana.

La charla, amena y desacelerada por el Retsina, se detuvo en un lejano estupor por el ofrecimiento de un vendedor de rosas, que con gesto acostumbrado, más que con palabras precisas, casi maquinal, ofreció su mercancía en la mesa. Stefanovics se rió de la ocurrencia del muchacho de tez morena de intentar vender flores en una reunión sin mujeres.

Una risa igual había sido la respuesta al mismo vendedor de tez morena que unos meses antes también ofreció rosas pero esa vez en la mesa que periodistas varones ocupaban habitualmente en Floyd, el desaparecido café de la esquina de San Martín y España, en el centro paranaense.

¿Un vendedor de rosas que se pasea entre mesas de un restaurante alemán y de un café paranaense? Sí, y más aún: en su plaza de venta estaban también los comedores de la costanera de Gualeguaychú y vaya a saber en cuáles otras ciudades más.

«Te vi vendiendo flores en Munich y también en Paraná. ¿Cómo hacés?», encaró el cronista aquel día de 1994 en Gualeguaychú. La primera frase que devolvió el joven de tez morena fue de dudas y preocupación: «¿usted cómo sabe eso?».

Así comenzó un diálogo torpe que no hizo más que alimentar la intriga, chispazo inicial de un informe periodístico que terminó por revelar la presencia de fieles y autoridades de la Iglesia de la Unificación, más conocida como Secta Moon.

Dagmar también vendía en los bares. «¿Una rosa?», ofrecía en los lugares céntricos. A ella siempre le tocaba «Café París», de la esquina de Pellegrini y España.

En la ya desaparecida revista paranaense «Cuarto Poder» se incluyó una entrevista con una fiel de la religión de Moon, que logró salir de la telaraña de sumisión absoluta, renunciamiento a la voluntad propia, trabajo para la organización sin límites, apartamiento de la razón.

Por alguna razón que no pudo quedar del todo explicada en el artículo, los virreyes de Moon en Argentina habían conseguido para el rebaño del norcoreano a varios empleados de la entonces Dirección General Impositiva, lo que hoy conocemos como Afip.

Concretamente de la Delegación Paraná de la DGI. ¿Casualidad? ¿Cálculo? ¿Conversión entre compañeros de trabajo? El testimonio de la fiel rescatada a la razón aseguraba que todos caían en la abulia personal y pasaban a ser un engranaje en la maquinaria multimillonaria de Moon.

En cambio, Alfredo y Dagmar se mostraban felices con la tarea que le tocó en suerte. Y también convencidos de que el «Verdadero Padre» los había elegido sin equivocarse. En su casa del Paracao tenían retratos del coreano adornando las paredes, o mejor dicho marcando el terreno con su simple figura. «Son nuestros líderes», respondió una vez Dagmar cuando sus vecinas le preguntaron quién era el del retrato.

Eran excelentes vecinos, describen en Paracao. Un día se fueron sin mayores explicaciones y nunca más se los vio. Quizás Alfredo se encuentre ofreciendo rosas, más con gestos que con palabras, entre las mesas de algún café del mundo. O quizás llore la partida de su maestro: el multimillonario que hizo negocios con los dictadores derechistas de todo el planeta.