La Nación (Costa Rica), Yuri Lorena Jiménez, 29.08.1999

Hace 10 años dejaron sus ciudades, en varias partes del mundo, para asentarse a 2000 metros de altura, en un cerro de Talamanca. Muchos los tildaron de locos, pero hoy los miembros de la comunidad Dúrika viven satisfechos, en total armonía con la naturaleza.

Es difícil imaginar que al cabo del sinuoso, maltrecho y ascendente camino, pueda existir algún tipo de civilización. Pero al arribar, por fin, a esta estribación al sureste de la cordillera de Talamanca, el escepticismo se transforma en asombro ante el panorama: decenas de rústicas cabañas desperdigadas en la ladera, en medio de corrales de cabras, gallineros, sembradíos y viveros, yacen inmersas en un cúmulo de nubes caprichosas que, al dispersarse, dejan al descubierto un paisaje montañoso casi hipnótico.

A pesar de los pesimistas pronósticos de quienes calificaban el proyecto de descabellado, hoy este lugar es una realidad disfrutada por quienes le dieron un giro radical a su estilo de vida; realidad apetecida por decenas de personas en el mundo que pretenden sumarse a esta singular comuna, asentada en Palmital, un sector del cerro Dúrika, 24 kilómetros al noreste de Buenos Aires de Puntarenas.

Ahí, unos 50 ermitaños modernos viven de lo que producen, respetan la naturaleza en todas sus formas, mantienen un diálogo permanente entre ellos para llevarse mejor y realizan diariamente ejercicios de meditación. Viven sin ruido y contaminación, ni carreteras, televisión, teléfonos, computadoras o estrés… aunque parezca una utopía.

De hecho, eso fue lo que mucha gente le dijo al naturalista Germán Cruz Villanueva cuando, hace una década y junto con profesionales de diversas ramas y nacionalidades, decidió «autoexiliarse» en la montaña para crear una comunidad que retomara la sencillez, trabajara la tierra para comer, se alejara del «absurdo corre corre» de la sociedad y viviera en completa armonía con la naturaleza.

Costarricenses, estadounidenses, canadienses, españoles, franceses, holandeses y alemanes se alejaron de la «civilización», pero ello no significa que se mantengan desactualizados en cuanto a información o conocimientos. Todo lo contrario.

Aunque no cuentan con electricidad, la casona principal -que hace las veces de restaurante y centro de reuniones-sí está provista de un panel solar que les brinda energía y les permite observar documentales o películas educativas de vez en cuando, con la única videograbadora y el único televisor que hay en la comuna.

Todas las casitas están equipadas con un radio de baterías con el que captan las señales de emisoras nacionales e internacionales (como radio Nederland o la BBC de Londres), y a diario realizan estudios, reciben e imparten clases, tanto dentro como fuera del poblado. Incluso tienen una oficina en Buenos Aires, y ya hasta cuentan con una página en Internet y un correo electrónico, lo que constituye su ventana al mundo. (Vea recuadro No solo de pan…)

Si bien estos conservacionistas renunciaron a sus trabajos y a las comodidades citadinas, la meta de la mayoría no es quedarse en Palmital indefinidamente, sino «hacer escuela» durante dos o tres años, para luego dar oportunidad a otros de vivir la aleccionadora experiencia. De hecho hay una «población flotante» que se queda por períodos de uno o dos años, luego sale a San José o a otro país a estudiar o trabajar por un período similar y más tarde se vuelven a integrar a Dúrika.

Pese a todos estos logros, hace 10 años este proyecto apenas existía como una tímida locura en las mentes de estos visionarios naturalistas.

Se gesta un sueño

La idea de establecer este tipo de sociedad surgió en 1989, cuando Germán Cruz y el grupo de profesionales agrupados en torno a la filosofía naturalista, se reunían a menudo para hablar sobre tendencias ecologistas, o bien, para ofrecer charlas sobre el tema.

Fue en medio de estas pláticas que surgió la idea de buscar un refugio donde pudieran regirse de acuerdo con sus propios postulados de vida.

Lo que en un principio fue una idea aventurada pronto tomó forma ante el entusiasmo del grupo, que por entonces se denominaba Asociación de Desarrollo Agrícola y Cultural Dúrika. Fue tal la pasión que despertó en ellos la posibilidad de construir un lugar así, que empezaron a deshacerse de sus bienes materiales no indispensables para conjuntar entre todos un fondo común que les permitiera dar el primer paso: comprar la finca.

Después de evaluar terrenos en diferentes partes del país, optaron por el cerro Dúrika que, aparte de limitar con el corredor biológico del Parque Nacional La Amistad, se ajustaba a su presupuesto y a su ideal de lejanía de la ciudad. También tomaron en cuenta la majestuosidad del paisaje, las cascadas dentro de la finca, el bosque y la cercanía con varias comunidades indígenas bribris y cabécares, con las que desde el principio intercambian productos y conocimientos.

Las primeras 150 hectáreas les costaron 2,8 millones de colones. Desde entonces, con el esfuerzo de todos, han ido adquiriendo más tierra, de manera que hoy son propietarios de unas 700 hectáreas, la mayor parte destinada a la conservación absoluta del medio ambiente. Su meta es seguir comprando hasta tener 5.000 hectáreas para destinarlas a la conservación.

Dos años después de concebido el proyecto, la comunidad Dúrika -como se le conoce-era una increíble realidad y los primeros 52 vecinos se habían afincado en la entonces inhóspita región. Como era de esperarse, estos primeros meses fueron de gran sacrificio para todos, pues para levantar las casas 47 hombres y mujeres tuvieron que transportar los materiales «al hombro», con la ayuda de 11 caballos, por una trocha quebradiza. El trayecto a paso rápido era de al menos dos horas; no fue hasta 1997 cuando lograron la construcción de un rudimentario camino que hoy llega a la entrada de la comunidad, si se viaja en vehículos de doble tracción en excelente estado.

Según afirma Germán, habrían querido «un lugar planito», sin embargo, no desmayaron y simplemente adaptaron sus necesidades a lo quebrado del terreno: sembraron cipreses para amortiguar los fortísimos vientos que al principio les destecharon las casas, acondicionaron las siembras en las diversas «mesas» de tierra disponibles y en vez de criar vacas compraron cabras, pues éstas se adaptan mejor en las laderas, necesitan menos espacio y su alimentación es más barata.

Otro argumento a favor de las cabras –que desconocían en ese momento– es la docilidad de estos animales y su empatía con los seres humanos, siempre y cuando se les trate bien. Hoy, los casi 50 especímenes que conforman la población caprina de la comuna son parte de esa gran familia: cada una tiene su nombre propio y ya todos las conocen por su «personalidad», pues unas son «tremendas», otras más tranquilas, y las líderes destacan desde que están pequeñas.

A partir de esos primeros días los Dúrikas (como se les conoce en la región de Buenos Aires) tomaron las previsiones para asegurarse el éxito. Entre sus integrantes había tres médicos (incluso una odontóloga), un constructor y ebanista, un ingeniero agrónomo, un profesor y un filósofo. De esta forma cada quien tenía asignado el desarrollo de un área; por ejemplo, el constructor asesoró en las construcciones; el ingeniero agrónomo en las siembras; los médicos en los programas de salud y el profesor en la educación de los niños y jóvenes que integraban el grupo.

Germán Cruz, quien hasta hoy sigue siendo el líder, describe así la filosofía que los unió: «Ante todo estaba el amor por la naturaleza. Partiendo de ahí un grupo de locos profesionales tuvimos el valor de cambiar el rumbo para el que habíamos sido previamente entrenados por la sociedad. Nos vinimos para vivir en igualdad y confraternidad, trabajando, echando callos, casándonos, teniendo hijos, educándolos, estudiando y aprendiendo pero en un contexto diferente al que rige la sociedad afuera, y aunque habíamos establecido un plazo de dos años para cumplir nuestra meta de autosuficiencia, al año de haber llegado aquí ya lo habíamos logrado», afirma visiblemente satisfecho.

Orden y decoro

Aunque ellos han desechado algunas tradiciones sociales que no encajan dentro de su filosofía, Germán fue enfático en que su grupo no pretende romper con lo establecido en cuanto a «buenas costumbres».

«Independientemente de lo que cada quien piense en su yo interior, aquí nos regimos por las mismas reglas de orden de la sociedad como el matrimonio o el repudio a las drogas, pues estamos convencidos de que estos límites son adecuados para mantener nuestro propio orden», manifiesta.

Y es que «su propio orden» se enmarca en una férrea disciplina a la que cada quien acepta someterse una vez que ingresa al grupo. Todos coinciden en que, por más apacible, tranquila y sencilla que es su nueva vida, acomodarse a ella requiere convicción y sacrificio, pues ahí el tiempo se aprovecha al máximo. Además, uno de los requisitos para ingresar a formar parte de la comunidad es presentar exámenes que garanticen una excelente salud, entre ellos radiografías de pulmones y la prueba del sida. No se trata, aseguran, de discriminación, pero por su recóndita ubicación y su ritmo de trabajo consideran inadecuado aceptar a alguien que no va a soportar el ritmo de vida. Por supuesto, la situación varía cuando alguno de ellos se enferma ya estando ahí: en ese caso la solidaridad brota instantáneamente, pues es uno de sus principios de convivencia.

Además se ha dado una situación muy particular con las relaciones de pareja. Varios de ellos han llegado con su esposa o esposo, y luego han decidido divorciarse. Sin embargo, los términos de la convivencia en la comuna priman sobre las posiciones personales, de manera que quienes se divorcian continúan viviendo por separado en Dúrika, y muchos han vuelto a rehacer sus vidas con otros compañeros de aventura. Y todos, parejas, exparejas y nuevas parejas, mantienen relaciones armoniosas.

Cada familia tiene una cabaña de acuerdo con el número de miembros que la conforman, pero también hay una casa para solteros y otra para solteras; estas albergan a las personas que ya superaron la mayoría de edad y quieren vivir fuera de la casa paterna, o a quienes retornan a la «soltería» después de un divorcio.

Las tareas se ejecutan de acuerdo con un horario establecido desde principios de mes. Las faenas son muy variadas e incluyen el ordeño y pastoreo de las cabras, cuido del gallinero, siembra, cosecha, mantenimiento del vivero, carpintería, panadería, bodegaje, empaque de alimentos, repartición entre los miembros de la comunidad y distribución de alimentos (leche, diferentes quesos y productos de la panadería) en distintos puntos del país.

Todos hacen de todo. Con esta premisa, los horarios son rotativos y cada día una persona tiene a cargo un trabajo diferente.

La hora de levantarse es las 4 de la madrugada. Por la altitud de la zona, la mitad del año el sol se asoma durante tres horas al día; el resto llueve o permanece inmerso en una densa bruma. Cada quien trabaja en lo que le corresponde hasta las 7 a. m. , cuando hacen la pausa para el desayuno. Luego vuelven a la brega hasta el mediodía, paran para almorzar y continúan hasta las 3 o 4 de la tarde. La cena en cada casa se sirve antes de las 6 p.m., pues a esa hora se reúnen todos los días (sin excepción) para realizar ejercicios físicos y de meditación, discutir problemas y soluciones de todo tipo, estudiar, conversar o simplemente departir.

Normalmente, a las 9 de la noche ya todos están dormidos, sobre todo en vista de que el siguiente día de trabajo se inicia tan temprano.

Descansan los sábados y las tardes de los miércoles; el domingo es un día normal para ellos, de hecho no hay forma de percibir que en el resto del país y del mundo ese es un día feriado.

Los hombres trabajan de 8 a 10 horas diarias; las mujeres sin hijos, de 6 a 8 horas al día; y las que tienen hijos mayores de 5 meses, laboran durante 4 o 5 horas. Las embarazadas o quienes tienen hijos de pocos meses se hallan en libertad para trabajar durante el tiempo que ellas prefieran, pero es tal el compromiso que han asumido con ellas mismas y con la comunidad, que usualmente se levantan igual que las demás y, si es del caso, acuden con sus bebés a cuidar las cabras o a velar por los sembradíos.

Es tan intenso el ritmo de trabajo que, en el pasado, algunas personas que lograron ser aceptadas en la comunidad «desertaron» luego porque no se acostumbraron a las arduas jornadas.

El dinero en efectivo no circula para nada en Dúrika. Mes a mes, cada familia recibe la cantidad de alimentos imperecederos que le corresponde de acuerdo con su número de miembros, mientras que la leche, los huevos, quesos, verduras, frutas y hortalizas se les distribuyen día a día. De la misma forma, cuando alguien necesita botas, ropa, abrigos, medicinas o algún implemento esencial en su casa, simplemente lo solicita al Consejo Director y ellos de inmediato suplen la necesidad. El dinero para estos y otros gastos proviene de las ganancias de las ventas de los productos fuera de la comunidad. Aquí no interesan las modas, ellos le dan prioridad a la ropa funcional y el 100 por ciento del tiempo usan botas de hule fuera de las casas, pues es obligación para residentes y visitantes quitarse los zapatos para ingresar a las viviendas o centros de reunión.

Ni política ni religión

¿Es acaso la forma de vida en Dúrika una especie de comunismo primitivo? Si lo es, a ellos no les interesa… simplemente porque no se rigen por ningún tipo de corriente, no tienen inclinaciones políticas ni tampoco religiosas.

«Muchos piensan que somos hippies, pero sabemos que sobre todo nos califican como miembros de alguna secta religiosa. Aquí no existe nada de eso, somos simples seres humanos en busca de una vida de trabajo y sencillez», dice Germán.

Eso sí, son vegetarianos y lo practican con el ejemplo hasta la saciedad. Una vez que las cabras y las gallinas dejan de producir, las «pensionan», de manera que estos animales siguen siendo, hasta su muerte natural, objeto de los mismos cuidados que recibieron cuando estaban en su período más fecundo. No matan ni siquiera a las culebras venenosas que, de cuando en cuando, aparecen en los alrededores. Las capturan con cuidado y luego las van a soltar montaña adentro. Y si un animal les llega herido -así se trate de un zorrillo-,lo cuidan hasta que sane y luego lo liberan.

Todos los aspectos de la vida en Dúrika están teñidos de peculiaridad. La mayoría de quienes residen ahí lo hicieron por elección propia, pero desde su asentamiento hasta la fecha varios niños han nacido y crecido en esas condiciones tan diferentes a las que rodean a cualquier otro infante.

Pero aunque la cigüeña es asidua visitante, la muerte ya enlutó una vez a la comuna, cuando una de sus miembros fundadoras falleció por un padecimiento cardíaco. A ellos les gustaría contar con su propio cementerio –¿qué mejor lugar preferirían para su última morada?-pero por prohibiciones legales y sanitarias esa posibilidad no está contemplada a corto plazo.

Lecciones infantiles

Tanto Germán como su esposa, la odontóloga colombiana Gladys Castro -quien en un par de meses dará a luz–, aseguran que las más enriquecedoras enseñanzas de todo este proceso provienen de los infantes. «Varios han nacido aquí, en sus casas, con ayuda de los médicos. Es increíble como se acostumbran a vivir entre los animales y la naturaleza, disfrutan de una gran libertad y nunca terminan de asombrarse», afirma Gladys.

Sin embargo, agrega Germán, ellos son conscientes de la necesidad de preparar tanto a los niños como a los adolescentes para que, el día que decidan salir hacia la ciudad, no topen con sorpresas.

«No pretendemos hacerlos creer que este es el único mundo que existe. Tienen que saber cómo son las cosas afuera, no se trata de que cuando vean un carro se asusten y se quieran subir a un poste, no los criamos como montañeses. Por eso desde que empiezan a tener uso de razón organizamos excursiones, incluso a San José, para que se formen su propio concepto. A los jóvenes los llevamos a hacer recorridos nocturnos por la capital, por las zonas más desagradables. De ninguna forma pueden crecer pensando que ese otro mundo no existe», manifesta.

De los niños también se guardan otras anécdotas curiosas o graciosas. Uno de los chiquitos salió por primera vez a Buenos Aires cuando tenía tres años. Como hacía mucho calor le dieron a probar un helado, y apenas lo había saboreado cuando lo alejó instintivamente, al tiempo que decía: «¡Uy, qué feo, eso quema!».

Eugenio García, un turrialbeño que tiene ya ocho años de vivir en la comunidad, trajo a su pareja de hijos -en edad escolar-para que conocieran la avenida Central de San José. Cuenta que se detuvieron frente a una gran vitrina de una tienda que vende juguetes, pero aparte de admirarse por lo que veían, nunca se les ocurrió pedir nada: simplemente no sabían que aquellos juguetes estaban en venta. De hecho, asegura Eugenio, lo que más llamó su atención fue una mariposa que estaba atrapada en un vitral y no desmayaron hasta que lograron que volara hacia fuera.

Desde sus inicios, Dúrika cuenta con una pequeña escuela privada unidocente, a cargo del maestro puriscaleño Luis Carlos Acuña Méndez. En algunas épocas la escuelita ha tenido hasta siete alumnos, pero en este momento hay solo dos niños en edad escolar: María y Nataniel García (los hijos de Eugenio), que cursan el cuarto y segundo grado, respectivamente.

A pesar de la familiaridad que tienen con su profesor (lo conocen desde que son bebés), los chiquitos guardan un gran respeto -y cierta distancia-durante las clases, a las que nunca asisten sin uniforme. Y, como el domingo es un día corriente en Dúrika , ellos también van a clases ese día.

Una vez que obtienen su diploma escolar, los adolescentes ingresan en el sistema de bachillerato por madurez.

Parte fundamental de la vida en esta comuna son las normas de cortesía. Las malas palabras no existen, y tienen un singular sistema para corregirse y corregir a los demás: cada tres meses establecen una terapia de grupo que ellos llaman «Hiroshima-Nagasaki». Por orden alfabético, uno a uno de los miembros va pasando al frente y se somete a un escrutinio en el que los demás le dicen sus defectos y le ofrecen recomendaciones para mejorar su actitud. Todos deben escuchar y ninguno tiene derecho a defenderse.

Cuentan que al principio algunos se enojaban, pero ahora todos aceptan este método como algo necesario en su incesante búsqueda del mejoramiento personal.

Pero no todo es trabajo y disciplina en Dúrika: con alguna frecuencia organizan sesiones de juegos con los que se divierten sanamente en su día libre, al tiempo que reviven viejas tradiciones: juegan trompos, bolinchas, carreras y luchas sobre sacos de aserrín, entre otros.

También tienen sus fiestas en fechas especiales -cumpleaños, Navidades, Año Nuevo-y, en esos casos, se premian con un buen vino para brindar.

Hasta la fecha el número de personas que habita en Dúrika se mantiene igual que al principio: unas 50. Sin embargo, un porcentaje del grupo rota y es sustituido por quienes están temporalmente afuera, por lo que la población total (dentro y fuera) es de unas 700 personas. Aunque reciben constantemente solicitudes de ingreso -sobre todo de extranjeros que descubren el lugar por Internet-en la actualidad no están aceptando más miembros, pues quieren evitar problemas de superpoblación.

A lo que sí están anuentes es a recibir visitantes, turistas o estudiantes universitarios que deseen compartir con ellos tan insólito estilo de vida. Para ello acondicionaron algunas rústicas y agradables cabañas que pasan ocupadas casi todo el tiempo.

Así, aunque sea en gotitas y no a borbollones -como muchos quisieran–, los Dúrikas comparten con propios y extraños los frutos de su osadía: atreverse a soñar.

No solo de pan…

Los miembros de la comunidad Dúrika siembran para comer, pero también hacen mucho más que eso. Gracias a su disciplina y entrega al trabajo, desde su primer año de fundación empezaron a vender los productos que sobraban después de la repartición interna. Leche, varios tipos de quesos, huevos y algunas hortalizas y verduras fueron el principio de un comercio que se ha convertido con los años en toda una cadena de distribución a escala nacional.

Los productos perecederos se venden en Buenos Aires y localidades vecinas, pero uno de sus más fuertes ingresos lo generan las ventas de la panadería, que produce nueve tipos diferentes de galletas integrales, granola, arrollados, panes dulces y repostería integral.

Dos veces al mes uno de los Dúrikas viaja a diferentes lugares -incluyendo Turrialba y toda la zona metropolitana-para distribuir los productos de panadería.

Los naturalistas de Dúrika también ofrecen 37 diferentes cursos, entre ellos manejo de bosque natural, reforestación, viveros, manejo de orquídeas, huertas orgánicas, elaboración de compost , comunicación personal, formación de líderes, primeros auxilios, ofidismo (conocimiento de serpientes) y rescate en montaña.

El Instituto Nacional de Aprendizaje (INA), el Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio), las universidades estatales y varias organizaciones no gubernamentales son contratistas por excelencia de lo que hoy es la Fundación Dúrika. También han capacitado a miembros de Cuerpos de Bomberos, Cruz Roja y policía en el tema de rescate en montaña.

Por el grado de responsabilidad con que asumen su proyección es que los miembros de Dúrika permanecen en constante capacitación, incluso abandonan su «paraíso terrenal» con frecuencia para adquirir más conocimientos que luego puedan retransmitir en sus cursos.

¿Cómo llegar?

Durante siete años, los habitantes de Dúrika estuvieron prácticamente aislados del mundo, pero desde 1997 existe una carretera rudimentaria que permite el ingreso de vehículos de doble tracción. Hay varias formas de llegar allá. Si se viaja en autobús hasta Buenos Aires (a 200 kilómetros de San José), se puede tomar un taxi rural hasta la propia comunidad. Si se hacen los arreglos con anterioridad, el costo del taxi se incluirá en la cuenta que la Fundación cobra a los turistas por alojamiento y comida; de lo contrario, le costará unos $25 ó 7 mil colones.

Si viaja en vehículo propio, hay que tomar en Buenos Aires el camino hacia Olan (al este). Después de unos 14 kilómetros una señal a la izquierda lo dirigirá hasta la comunidad. Son cuatro kilómetros de ascenso pronunciado y escabroso, por lo que es necesario conducir como mucho cuidado. Durante la estación lluviosa el acceso es difícil debido a que los ríos crecen.

La otra opción -para quienes gozan de la aventura-es llegar a Dúrika haciendo la caminata desde diversos puntos.

La Fundación Dúrika tiene una oficina en Buenos Aires. El teléfono-fax es 730.0657. Su dirección en Internet es www.gema.com/durika , y su email es durika@sol.racsa.co.cr