Jot Down (España), Álvaro Corazón, 2.04.2020

Contó Nazario en su entrevista aquí en Jot Down que había una vez «un maricón» (sic) muy conocido en los váteres públicos de Sevilla. «No había váter en el que no te lo encontraras al lado», dijo. Un día, el propio Nazario iba por los jardines de Murillo, se encontró con un hombre, resultó que era él y ocurrió lo siguiente:

Había llovido un poco, y me encuentro con un tío apoyado en un árbol, con una gabardina, el paraguas así clavado en la tierra, los pantalones bajados, con el culo fuera, y claro, me acerqué con la polla dura, le eché un polvo y me fui. Y luego vi que era el Clemente este, que estaba por todos lados.

La misma historia aparece relatada en el segundo tomo de las memorias del dibujante, Sevilla y la casita de pirañas (Anagrama, 2018):

¡Ni en sueños podía haber imaginado Nazario que aquel tipo gordito que veía a menudo subiendo y bajando incansable las escaleras de los váteres públicos de la plaza del Duque o del Archivo de Indias o los lavabos de bares como el Correos o el Avenida pudiera llegar a ser un día el célebre vidente Clemente Domínguez! ¡Cómo sospechar que aquel culo orondo que en los Jardines de Murillo, a altas horas de la madrugada, asomaba entre unos pantalones bajados hasta las rodillas y una gabardina recogida por delante cuya abertura trasera se abría como las cortinas de un escenario ofreciéndose al viandante, llegara un día a posarse sobre el almohadón que cubría la silla gestatoria del papa Gregorio XVII! ¡Que la polla ávida de Nazario —de regreso a su casa del callejón Dos Hermanas, en las oscuridades de los Jardines de Murillo amenazados por la lluvia— se introdujera rápidamente en aquel agujero expuesto, oferente, escoltado por un paraguas negro clavado en el suelo, y quedara desde entonces santificada para siempre!

Ahora que hemos visto la serie documental El Palmar de Troya en Movistar +, obra de Israel del Santo, sabemos que ese personaje era conocido como la Voltio en el ambiente. Antes trabajaba en la Compañía Sevillana de Electricidad, de ahí su mote. Como él hubo muchos en los sesenta, setenta, ochenta y noventa, pasando las dificultades, o quizá también los encantos, del sexo clandestino y perseguido. Historias apasionantes. Sin embargo, lo que tiene relieve es que el personaje presentado se las arregló para imponer un cisma en la Iglesia católica, excomulgar al papa, nombrar obispos, construir un templo y nadar en riquezas ostentosas propias del verdadero representante de Dios en la tierra. No es algo que logre cualquiera. A Cristiano Ronaldo le hemos visto hacer muchas cosas, pero a esto no ha llegado. Luego, eso sí, una vez edificada la nueva fe, que para ellos era la auténtica, la Voltio, ya bajo el seudónimo de san Gregorio XVII Magnísimo, se dedicó a disponer de un harén entre sus fieles del que hacía buen uso cuando no estaba completamente borracho. Aun así, fue canonizado.

Lo hizo su sucesor, Pedro II, un tal Manuel, al que Nazario se refiere en sus memorias como el Monjo. Tenía relaciones con un amigo del dibujante, pero cuando se arrepentía, lo que ocurría frecuentemente, se encerraba en un convento. Tal y como explicó en la entrevista:

Lo más curioso es que yo tenía un amigo que mantuvo relaciones con un monje cartujo de Salamanca o de Zamora, o un sitio así, que cada cuatro meses venía a Sevilla y se hartaba de follar, y ese fue el segundo papa de Troya, que era abogado. Estaba todo el día entrando y saliendo de monje, y por eso le llamábamos el Monjo.

Todo esto ya se contó en Manuel y Clemente, de Javier Palmero, en 1986, aunque no con este nivel de detalle. Un día unas niñas dijeron haber visto a la Virgen en mitad de la nada, antes habían visto ya un toro y a un señor ahorcado —como cualquier grupo de niños cuando se aburre y quiere llamar la atención— pero con el revuelo que montó la tontería la Voltio tuvo la ocasión de presentarse en el lugar a fingir éxtasis y enviar mensajes rancios a los presentes que se encontraban con el mejor ánimo receptivo: el de querer creer.

Tras ver la serie, uno se queda con sus juergas flamencas. Una vez montado todo el negocio, que tenía un capital millonario en donaciones que llegaban de todos los rincones del mundo, cuando ya era una religión organizada en toda regla, a la Voltio por lo que le dio fue por ponerse hasta las cartolas. Ir al bar y encerrarse con los amigos, sus cardenales, a los que se dirigía en género femenino, hasta salir a cuatro patas. Una forma llana de celebrarlo. Era un papa cercano.

También resulta llamativo que mientras eso ocurría tenía a gente confinada rezando y aislada del exterior. Todos sometidos a una estricta disciplina, sobre todo en el caso de las mujeres, forzadas a llevar pesados velos que en verano se convertían en verdaderas torturas. Es la historia de una secta represiva y asquerosa. ¿Pero por qué? ¿Por qué hubo quien encontró abrigo entre esa gente?

Esa es la parte más relevante de toda esta historia. Hay que situarse en el trauma que supuso el Concilio de Vaticano II para muchos fieles. Mientras la Iglesia relajaba las costumbres y se acoplaba a los cambios, en el mundo el comunismo era más pujante que nunca, aparecía la droga, la liberación sexual y de la mujer y los jóvenes se convertían en hedonistas desde la pubertad. Eran años de rojos, melenudos y minifaldas. Cuando los pilares de la sociedad en la que creían se tambaleaban o daba esa impresión, la Iglesia en lugar de endurecerse, metió guitarras en los púlpitos. Había rencor. Se sentían traicionados.

Los lugares con apariciones de la Virgen no eran ninguna  novedad. Ahí están Fátima en Pórtugal, donde supuestamente se asomó la Santísima Virgen María en la Cova da Iria, Medjugore en Bosnia y Herzegovina, o Lourdes en Francia. Si la Voltio tuvo ojo a la hora de montar su negocio fue porque recogió los desvelos más ultras. El anhelo de la restauración de un pasado edénico, como defienden los nacionalismos, que en este caso era Trento. Había habido muchos mártires, peleas, batallas e iglesias quemadas a lo largo de los siglos como para que ahora uno se encontrase con eso que llamaron curas rojos en su propia casa, la de Dios, concretamente.

El pedigrí de la Iglesia palmariana era netamente ultraderechista. Santificó a Franco y a José Antonio Primo de Rivera y no se andaba con chiquitas en los discursos. La degradación moral lo invadía todo y solo en la fe auténtica que él encarnaba estaba la salvación. No es de extrañar que tantos fieles del Palmar procedieran de un país tan católico como Irlanda. Es notable que se hinchase a recibir millones de pesetas donados por todas partes del mundo y que le llegase a hacer la competencia a Juan Pablo II, que fue un papa de derecha dura y que vino precedido de la muerte en extrañas circunstancias de Juan Pablo I, que no tenía esa línea.

La Voltio prometió milagros y desvaríos de toda clase que, como queda patente en el documental, no se cumplieron. Pero entre ellos había una promesa más elocuente que patrañas religiosas. El papa Clemente profetizó que cabalgaría victorioso sobre Rusia, la URSS, la culpable. Desgraciadamente para los fieles, si bien el comunismo soviético desapareció del mapa geopolítico, la Voltio se quedó sin recorrer la estepa a lomos de un corcel blanco espada en mano porque una tarde se hinchó a jamón serrano, teniendo la tensión alta, y se fue al otro mundo prematuramente.

Ahí entra la parte triste. Muchos fieles ya sabían que todo aquello era una fiasco, pero llevaban casi treinta años ahí dentro. Demasiado tiempo. La secta, por si acaso, recrudeció sus normas, aunque, como es sabido, Gregorio XVIII, el primer santo padre heterosexual que tuvieron, se fugó con una de sus fieles, «una buena jaca», en sus propias palabras, y reconoció públicamente que aquello era una milonga. El documental lo deja en la actualidad, cuando la organización ya ha pedido el diezmo a sus miembros y se habla de que también les hace inscribir a su nombre sus propiedades. Que se les fugase el papa, que además posó en Interviú junto a su novia, fue un escándalo que dejó el negocio parpadeando y ahora solo quedan gritos desesperados de pobre gente intentando que sus familiares abandonen un culto tan asfixiante como extractivo.

El escritor Ignacio Martínez de Pisón decía recientemente en una columna en La Vanguardia que es un error pensar que el Palmar fue un fenómeno propio de un país atrasado como era aquella España de los setenta, el dinero venía de la Europa más desarrollada. Esa es la verdad. En realidad, captó el sentir de todos los católicos desubicados y extremadamente reaccionarios del mundo. La pasta a la Voltio le llegaba de países muy ricos y avanzados.

Con lo que es imposible no comparar esta historia es con la que cuenta Wild Wild Country, la serie documental de Chapman Way y Maclain Way en Netflix. Los hechos ocurrieron prácticamente al mismo tiempo, en los mismos años, pero estos tienen una naturaleza completamente distinta. Los fieles de este culto, los discípulos del gurú hindú Bhagwan Shree Rajneesh, alias Osho, no querían retroceder ni avanzar, sino irse a otro mundo, poco más que otro planeta.

Esta serie documental, al margen de lo pintoresco de la secta, todos vestidos de violeta con fusiles de asalto y teniendo relaciones sexuales por las esquinas, lo que veía a contar es qué es lo que pasa si quieres acceder al poder sin pasar por las medidas de control y aprobación de los partidos políticos establecidos: acabas saliendo por patas. En Estados Unidos, aquí y en todas partes. Y si lo intentas como Bhagwan y Sheela, su secretaria personal y mano derecha, armándote hasta los dientes, envenenando gente y recluyendo indigentes de todas partes para inscribirlos en un municipio y desvirtuar las elecciones, con más razón todavía.

Los seguidores de Osho no tenían nada que ver con los nostálgicos tentrinos, su culto no era judeocristiano. Sin culpa como base de todo predicamento y con libertad sexual, aquello captaba a inadaptados sociales de todos los ámbitos, especialmente en aquellos años de efervescencia ideológica y auge de lo new age. Sin embargo, todo tenía también bastante en común con el tinglado de la Voltio y sus sucesores. El líder vivía en la opulencia más obscena, como prueban su legendaria colección de Rolls Royce, y tal y como se puede ver al final de la serie, lo que le gustaba era también estar puesto hasta las cartolas en sus aposentos.

Si el pecado de la Voltio era lo contrario que predicaba, como él mismo reconoció gimiendo por los pasillos de su catedral neogótica, que la lujuria le dominase, los impulsos de Osho eran igual de contradictorios. Mucha meditación y sabiduría oriental, pero al final a quien se quiso arrimar fue a los ricachos de Hollywood e intimó con una sexy millonaria. Para eso no hace falta haber estudiado y menos las filosofías ocultas orientales. Del mismo modo, por mucho equilibrio trascendental para alcanzar una paz interdimensional entre el yo, el todo y la nada, a su lugarteniente Sheela lo que le hizo enloquecer fueron los celos. Lo dijo una entrevistada en la serie: «Se estaba comportando como una hembra». Y por culpa de sus celos hacia «la otra», se les cayó el tenderete.

Ahí yo veo un denominador común, un patrón. Sea cual sea la religión, el sexo, las ganas de colocarse y la ambición de poder o, cuando menos, el protagonismo juegan un papel fundamental. Ahí está la epifanía. Ese es Dios, que, no en vano, nos hizo a su imagen y semejanza.