Cristina Serrato| El Mundo, YO DONA| 16.06.2007
Para descubrir qué es lo que la gente piensa de los hare krishna no hay nada mejor que salir a la calle con una grabadora en la mano. Dos respuestas encabezan la encuesta: «¡Son una secta!» y «¡Son una panda de colgados!». Yo soy bastante profana en el tema, pero si el movimiento, nacido hace 5.000 años en la India para rendir tributo a su dios, Krishna, cuenta con 167 templos en más de 70 países, ¡digo yo que será por algo! Para averiguarlo, llamo a su Templo de Brihuega, Guadalajara, y les pregunto si puedo pasar 24 horas a su lado. «Por supuesto. ¡Estaremos encantados de recibirte!», me dice al otro lado del teléfono Samantha, una joven fotógrafa venezolana que lleva dos años con ellos. La cita es en tan sólo cuatro días. «¡Haribol!» (Saludo que significa canta los nombres de Krisna), canturrea Samantha en el marco de la puerta de mi casa. «Te presento a Narayani y Radica. Han venido para ayudarte a vestirte.» Las dos preciosas niñas me sonríen. Lo cierto es que parecen tener algo diferente en la mirada. Samantha me cuenta que, actualmente, en su Templo viven cinco monjes, pero que hay muchos devotos que acuden únicamente los fines de semana. Es curioso, pensaba que los hare krishna vivían en comunidad. Pero no. Tan sólo residen en el ashram los que se han entregado totalmente a la vida espiritual. Tampoco hacen distinciones entre hombres y mujeres. Opinan que el alma, lo único importante, tiene un único sexo. «El resto vive como un ciudadano cualquiera. Con su trabajo, su familia, etc. Sólo hay que seguir los principios de la conciencia de Krishna: no comer carne, huevos ni pescado. No participar en juegos de azar.No tener una vida sexual ilícita o extramatrimonial. No consumir ningún tipo de intoxicantes», me cuenta la devota mientras abre una maleta repleta de coloridas telas hindúes. Son todas una maravilla, pero me llama la atención una de tonos rosas con lentejuelas color plata bordadas. «Es un gopi dress, se llama así porque lo llevan las gopis o diosas de la fortuna. Es más cómodo de poner y de llevar que el sari, ya que se compone de varias piezas», concluye. Acto seguido, me da una falda, un choli (camiseta), un largo velo y una pequeña limosnera con un japa, una especie de rosario de 108 cuentas. «Hay que rezarlo 16 veces al día», exclama Narayani. Samantha coloca frente a mí una docena de botes rellenos con polvos de increíbles tonos. Impregna en un tarrito rosado una flor metálica y decora mi cara. Después, me coloca una tiara plateada y, en el centro de la frente, en el supuesto tercer ojo, un bonito bindi. Narayani extiende la mano para darme un tulasi. «Es un collar hecho con cuentas de la madera de una planta sagrada», explica. Me siento como una reina, vestida y maquillada por su corte. Krishna significa el supremo atractivo, y lo cierto es que, al ponerme en pie, tengo la sensación de haber sido envuelta por un manto de delicadeza y feminidad. Instintivamente, realizo los movimientos de forma pausada y camino de un modo más sinuoso. Megha Rupa Devidasi (la sirvienta de aquel que tiene una bonita forma de nube), devota argentina, me da la bienvenida a un grupo compuesto por tres húngaros y un holandés. «¡Hay muchos españoles, que conste. Pero justo hoy no han venido!» Ella es la única que tiene un nombre espiritual. Los demás son bakthas, no iniciados. «Aún no han encontrado a un gurú», me comenta.Al girar la cabeza contemplo una estampa llamativa. Christian, Barna, Yano y Chistoph, completamente vestidos de blanco, unen sus manos para saludarme. Por lo visto, únicamente visten de naranja aquellos que practican el celibato. ¿Y podéis casaros con quién queráis?, les pregunto. «Con quien queramos, practiquen o no nuestra doctrina», me contestan. Repartimos los instrumentos.A mí me tocan las kartalas, unos pequeños platillos que se tocan al ritmo de la percusión del mridanga. Y, con las mismas, nos montamos en el autobús camino al centro de Madrid. Christian me sonríe: «¡Vas a vivir tu primer Harinam! Cantar los santos nombres de dios para la purificación masiva». «¿Sois de un grupo musical, no?», pregunta el conductor. «¿Hay alguna fiesta de disfraces hoy?», le susurra una anciana a su marido. «Son hare krishna», responde una familia india que, casualmente, ocupa los primeros asientos. Finalmente, llegamos a nuestro destino: la Puerta del Sol. En la calle nadie permanece indiferente a nuestro paso. Nos saludan. Nos tocan. Bailan con nosotros. Los coches bajan las ventanillas en los pasos de cebra. Despertamos todo tipo de reacciones. Colocamos una tela en el suelo, nos quitamos las chanclas y, bajo el sonido del harmonio, instrumento parecido a un acordeón, empezamos a recitar el Maha-Mantra. «Hare Krishna, Hare Krishna, Krishna Krishna, Hare Hare, Hare Rama, Hare Rama, Rama Rama, Hare Hare.» En menos de un minuto, nos rodea un nutrido círculo de curiosos por nuestra actividad. ¡Increíble, entre el público hay devotos de Krishna! Uno de ellos se sienta a mi lado para pedirme información. Yo, metida completamente en mi papel, contesto, sin titubear, a todas sus preguntas. Incluso acompaño a Christian a pedir donativos entre los improvisados espectadores. Los transeúntes nos fotografían y nos graban con los móviles. Después de varias horas sin parar, estoy exhausta.¡Necesito tomar algo! Un par de botellas de agua más tarde emprendemos el camino hacia el Templo de Brihuega, donde todo está listo para celebrar el cumpleaños de Krishna. «Se autogestiona con los productos naturales y los libros que vendemos. También con dinero que aportan los devotos», me explica Megha. Yo estoy destrozada, pero ellos siguen cantando. ¡Una de dos, o Krisna les da una fuerza superior o son totalmente incansables!
El eco de los tambores y las caracolas anuncia, el día después, el comienzo de Mangala-Aratik, ceremonia matinal que coincide con la hora de la salida del sol en la India. El templo huele a incienso de jazmín y manzana. Llegamos a una sala repleta de guirnaldas presidida por una imagen de Srila Prabupada, el maestro espiritual de los hare krishna occidentales. Profesores, médicos, estudiantes, artistas. Un crisol de devotos llegados de todo el mundo para la ocasión se postran frente a él. Las mujeres, colocadas a la derecha, le agasajan con tomillo. Los hombres, a la izquierda, con flores. El pujari (monje) abre unas pesadas cortinas de terciopelo, descubriendo cinco deidades vestidas con pijama. «Ahora, las van a preparar conforme a la tradición hinduista clásica», me cuenta Marina, una dulce devota española.Tras dos horas de rezos, el pujari abre de nuevo las cortinas.Las deidades emergen pertrechadas con un ropaje de flores. Son verdaderas obras de arte. Entonces, los devotos comienzan a hacer sonar sus instrumentos y a cantar. El clima se va caldeando hasta que todos bailan casi en éxtasis. ¡No recuerdo haber saltado tanto desde que era una niña! Algunos nos tomamos un respiro, mejor dicho, un helado de algarrobas. «Sustituyen al chocolate.No podemos tomarlo, porque es excitante», me recuerda Samantha.¡Es la hora de Abhisek!, vociferan unos niños. Acudo a la llamada y me encuentro con una bonita postal. Las deidades son bañadas con miel, leche, yogur, pétalos de rosa y especias. Después, las aclaran con agua. «Lo que cae no se tira. Nos lo bebemos.Se llama caranambrita», me explica una mujer hindú dándome a probar el brebaje. Es una curiosa fusión de sabores. ¡No está mal! Seguidamente, al puro estilo de las procesiones de Semana Santa, exhiben a sus dioses por el templo. El dilatado día termina con un banquete de 108 platos, con los que algunos rompen su ayuno, y el concierto de Dhira, un singular grupo de hare krishna que fusionan sonidos hindúes con rap. A mí me embarga el sopor.Así que, dejando la interminable fiesta a mis espaldas, emprendo el camino de regreso a casa con la sensación de haber estado 24 horas viviendo en otra dimensión y con la idea de que, acorde o no con su filosofía, ¡me lo he pasado fenomenal!